XX La comunidad organizada, sentido de la norma
Así como en el examen que nos está permitido aparece la voluntad transfigurada en su posibilidad de libertad, aparece el «nosotros» en su ordenación suprema, la comunidad organizada. El pensamiento puesto al servicio de la Verdad, esparce una radiante luz, de la que, como en un manantial, beben las disciplinas de carácter práctico. Pero por otra parte nos es imposible comprender los motivos fundamentales de la evolución filosófica prescindiendo de su circunstancia.
Desde Platón a Hegel la civilización ha consumado su azarosa marcha por todos los caminos. Las circunstancias han variado sin tregua y, en ciertos dilatados plazos se diría que volvían y vuelven a producirse con desconcertante semejanza. La sustitución de las viejas formas de vida por otras nuevas son factores sustanciales de las mutaciones, pero debemos preguntarnos si, en el fondo, la tendencia, el objetivo último, no seguirán siendo los mismos, al menos en aquello que constituye nuestro objeto necesario: el Hombre y su Verdad.
Cuando advertimos en Platón el Estado ideal, un Estado abstracto, comprendemos que su mundo, en relación con el nuestro y en su apariencia política, era infinitamente apto para una abstracción semejante. [163] Las ideas puras y los absolutos podían fijarse en el panorama, aprehender y configurar éste, cuando menos en su eficacia intelectual. Podía crearse un mundo en que valores ideales y representaciones prácticas eran susceptibles de producirse con cierta familiaridad. Platón afirmaba: el Bien es orden, armonía, proporción; de aquí que la virtud suprema sea la justicia. En tal virtud advertimos la primera norma de la antigüedad convertida en disciplina política. Sócrates había tratado de definir al hombre, en quien Aristóteles subrayaría una terminante vocación política, es decir, según el lenguaje de entonces, un sentido de orden en la vida común. La idea platoniana de que el hombre y la colectividad a que pertenece se hallan en una integración recíproca irresistible se nos antoja fundamental. La ciudad griega, llevada en sus esencias al imperio por Roma, contenía en fenómeno de larvación todos los caminos evolutivos.
Cuando los hechos se producían en fases simples y en estadios relativamente reducidos, era factible representarse la sociedad política como un cuerpo humano regido por las leyes inalterables de la armonía: corazón, aparato digestivo, músculo, voluntad, cerebro, son en el símil de Platón, órganos felizmente trasladados por sus funciones y sus fines a la biología colectiva: un Estado de justicia, en donde cada clase ejercita sus funciones en servicio del todo, se aplique a su virtud especial, sea educada de conformidad con su destino y sirva a la armonía del todo. El Todo, con una proposición central de justicia, con una ley de armonía, la del cuerpo humano, predominando sobre las singularidades, aparece en el horizonte político helénico, que es también el primer horizonte político de nuestra civilización.
Todavía en el crepúsculo de la mitología pagana, no aparecen claros los fines últimos del hombre. Se le concibe adscripto a la ciudad, y más interesante quizá que su persona, es la virtud abstracta que es susceptible de representar. No existe, por cierto, un ideal de humanidad, aun para la clara visión de los filósofos.
El Cefiso y el Eurotas no son límites geográficos o militares, sino también intelectuales. Al otro lado del Ponto existen la barbarie y las sombras que Alejandro rasgará años después. El sol es un globo de fuego un poco mayor que el Peloponeso.
La certera inteligencia de Aristóteles, que proporcionará el método cuando los espacios nos hayan revelado gran parte de sus misterios, se desenvuelve también en esa concepción de la jerarquía humana. [164] Hay hombres libres y esclavos y no parece que todos se rijan por leyes idénticas. Hay mundos en luz y mundos en sombra.
Nada de particular tiene que en tal situación, la ciudad, objetivada y armónica, predomine con carácter irreductible sobre las desigualdades humanas, que son desigualdades sin vocación reivindicativa. Ello nos permitirá observar que cuando al hombre se le priva de su rango supremo, o desconoce sus altos fines, el sacrificio se realiza siempre en beneficio de entidades superiores petrificadas. El hombre es un ser ordenado para la convivencia social –leemos en Aristóteles–; el bien supremo no se realiza, por consiguiente, en la vida individual humana, sino en el organismo superindividual del Estado; la Ética culmina en la Política.
Los pensamientos citados definen con carácter suficiente la fisonomía del mundo helénico, y es preciso tener en cuenta que eran filósofos idealistas los que la habían trazado. Sócrates intuyó la inmortalidad, pero sobre ella no pudo fundar un sistema. Platón y Aristóteles debían encargarse de situar a ese hombre, que divisaba con angustiada preocupación el problema último, ante la vida en común.
Nacía el Estado, aunque la comunidad cuya vida trataba de organizar adolecía de una insuficiente revelación de la trascendencia de los valores individuales. La idea griega necesitaba para ser completada una nueva contemplación de la unidad humana desde un punto de vista más elevado. Estaba reservada al cristianismo esa aportación. El Estado griego alcanzó en Roma su cúspide. La ciudad, hecha imperio, convertida en mundo, transfigurada en forma de civilización, pudo cumplir históricamente todas las premisas filosóficas. Se basaba en el principio de clases, en el servicio de un «todo» y, lógicamente, en la indiferencia o el desconocimiento helénicos de las razones últimas del individuo.
Una fuerza que clavase en la plaza pública como una lanza de bronce las máximas de que no existe la desigualdad innata entre los seres humanos, que la esclavitud es una institución oprobiosa y que emancipase a la mujer; una fuerza capaz de atribuir al hombre la posesión de un alma sujeta al cumplimiento de fines específicos superiores a la vida material, estaba llamada a revolucionar la existencia de la humanidad. El Cristianismo, que constituyó la primera gran revolución, la primera liberación humana, podría rectificar felizmente [165] las concepciones griegas. Pero esa rectificación se parecía mejor a una aportación.
Enriqueció la personalidad del hombre e hizo de la libertad, teórica y limitada hasta entonces, una posibilidad universal. En evolución ordenada, el pensamiento cristiano, que perfeccionó la visión genial de los griegos, podría más tarde apoyar sus empresas filosóficas en el método de éstos, y aceptar como propias muchas de sus disciplinas. Lo que le faltó a Grecia para la definición perfecta de la comunidad y del Estado fue precisamente lo aportado por el Cristianismo: su hombre vertical, eterno, imagen de Dios. De él pasa ya a la familia, al hogar; su unidad se convierte en plasma que a través de los municipios integrará los estados, y sobre la que descansarán las modernas colectividades.
Roma no era la Grecia cerrada, atenta sólo al fenómeno exterior de la barbarie persa. Ha integrado en su existencia la de otros pueblos de costumbres, pensamientos y creencias distintas. Las necesidades de su comunidad fueron muy superiores también. Le fue sumamente difícil proporcionarse una idea abstracta sobre la concepción del Estado, porque éste se había tornado proporcionalmente complejo. Su historia es un continuo proceso de crecimiento y asimilación que, cuando alcanza la cúspide, se interrumpe por la violencia. Lega al mundo sus instituciones, su gloria, su civilización. Antes del ocaso, añade a esta herencia colosal la confirmación de la dignidad humana.
La libertad, expropiable por la fuerza antes de saberse el hombre poseedor de un alma libre e inmortal, no será nunca más susceptible de completa extinción. Los tiranos podrán reducirla o apagarla momentáneamente, pero nunca más se podrá prescindir de ella: será en el hombre una «conciencia» de la relación profunda de su espíritu con lo sobrehumano. Lo que fue privilegio de la República servida por los esclavos, será más adelante un carácter para la humanidad, poseedora de una feliz revelación.
Al sobrevenir la crisis la civilización conoció siglos amargos. El derrumbamiento del imperio, sin parangón en la historia, devuelve el mundo a la oscuridad. Pero ésta habría sido espantosa si el crepúsculo romano no hubiese prendido en la noche siguiente la llama inextinguible de aquella revelación. Lo que permitirá que el hilo de oro del pensamiento continúe a través del abismo de hogueras y sangre, es el milagro magnífico de que el puente de las ideas religiosas no [166] sucumbiese al chocar el hierro de los bárbaros con el agrietado mármol de Roma.
Las nuevas monarquías aparecidas al galope poseían ciertamente una notable capacidad de asimilación, pero su proyección cultural era sumamente reducida y el imperio de la fuerza en que debían apoyarse hizo todavía más limitada esa posibilidad. Europa se convirtió en una necesidad armada: así como las zonas habitadas se polarizaban en torno a los puntos estratégicos y a los fosos de los castillos, la humanidad se distribuyó en torno a jefes militares, caudillos y señores. Poco o nada subsistirá de cuanto había impreso su fisonomía a la existencia general. El principio de autoridad cae en manos de la fuerza, en razón de ese estado de necesidad aludido. Los mismos reyes ven menguar sus atribuciones y privilegios a medida que se ven obligados a recurrir al poder de sus ricos señores y a solicitar su alianza para sus empresas militares.
El saber se refugia junto a los altares. En las abadías y en los conventos se conserva inextinguible la llama que más tarde volverá a iluminar al mundo. Y lo que preserva de la gigantesca crisis el acervo de los valores espirituales humanos es, con precisión, un sentido místico: la dirección vertical, hacia las alturas, que unos hombres de fe habían atribuido a todas las cosas, empezando por la naturaleza humana.
La Edad Media es de Dios, se ha dicho, y en este hecho, en este paciente y laborioso mantenerse al margen de sus tinieblas, debemos ver la lenta y difícil gestación del Renacimiento. Fue una Edad caracterizada por la violencia desmedida. No nos es posible hallar en ella las formas del Estado ni contemplar al hombre. Gracias sólo al hecho de acentuar sus desgracias, y aun su brutalidad a veces, sobre fines e ideales remotos, pudo resultar factible la evolución resolutiva. En el individuo, no es fácil diferenciar la conciencia de su proporción en el ideal religioso de cuanto fue simplemente ignorancia o superstición.
La Edad Media produjo santos y demonios, pero en su desolación, en su pobreza, con el horizonte teñido siempre por los resplandores de los incendios, no le quedaban al hombre otro escape que poner sus ojos y su esperanza en mundos superiores y lejanos. La fe se vio fortalecida por la desgracia.
El Renacimiento halló diseminados los restos de una cultura y trató de reconstruir con ellos un nuevo clasicismo. Sobre las ruinas [167] de los castillos feudales edificaron su trono las nuevas monarquías. A la idea de aventura sucedió la empresa. Cuando los primeros concejos acuden al servicio del rey con pendón al frente, y se distinguen en las batallas, se consuma en la práctica el final de un largo período histórico. El Estado tardará todavía en sobrevenir, pero en torno a los monarcas, depositarios de un mandato ideal, representantes de lo que siglos después será el concepto de nacionalidad, empieza a gestarse la vida de los pueblos modernos. Los nobles ingleses arrancarán a un Juan Sin Tierra la Carta Magna, los castellanos harán jurar al trono en Santa Gadea, y los aragoneses arrancarán a su rey los «Usajes», demostrativos de que la constitución del Estado está en trance de ensayarse. Habrá Cámaras, rudimentarias al principio, y los estamentos harán oír en los concejos la voz de los gremios y de los municipios.
Esta evolución se produce bajo un signo idealista, cualquiera que sea su realización práctica o su signo político, y en la elevada temperatura de la Fe popular. El hombre tenía fe en sí, en sus destinos, y una fe inmarcesible en su subordinación a lo Providencial. Tal fe justifica en parte las titánicas andanzas de la época. Era necesaria para lanzarse a las sombras atlánticas y sacar las Américas a la luz del sol romano, para detener la invasión tártara en las puertas de Europa y para levantar un mundo nuevo de la desolación. Lo conquistado y descubierto en esa edad constituye un himno sonoro a la vocación por el ideal. Pero es importante no perder de vista que, prescindiendo del rigor práctico de la organización política, el clima intelectual de la época conservó el acento sobre los valores supremos del individuo. Cuando la escuela tomista nos dice que el fin del Estado es la educación del hombre para una vida virtuosa, presentimos la enorme importancia que tuvo ese puente tendido sobre las sombras de la Edad Media. Ese hombre a cuyo servicio, el de su perfeccionamiento, estaba dedicado el Estado, no era por cierto el germen de un individualismo anárquico. Para que degenerase había que trasladar el acento de sus valores espirituales a los materiales. El hombre era sólo algo que debía perfeccionarse, para Dios y para la comunidad. La virtud a que Santo Tomás se refería no será enteramente indiferente a la «virtud» griega, el patrón de valores ideales para la realización de la vida propia.
Frente al humanismo, la inteligencia humana intenta divisar nuevos caminos y orientaciones. Maquiavelo cubrirá la vida con el [168] imperativo político, y sacrificará al poder real o a las necesidades del mundo cualquier otra ley, principio o valor.
Grocio llamará al Estado a erigirse en administrador supremo de la felicidad del hombre y abrirá nuevos cauces al principio de autoridad.
Los pueblos han vivido décadas y siglos intensos, han proyectado sus fuerzas hacia espacios desconocidos, se han desdoblado, difundido en mundos nuevos, en empresas fantásticas y costosas. Para que esto fuese posible se precisaba un poder enorme de los recursos espirituales. El apogeo de los absolutos iba a despertar, como consecuencia necesaria, el desprecio a los absolutos. La intensa espiritualidad de la obra gestaba, por reacción, el desencanto y el materialismo que iban a producirse después. En la evolución, por primera vez acaso, se derivaría de un extremo a otro, de un polo al opuesto, y el objetivo a suprimir era, inevitablemente, la temperatura ideal.
Hobbes predica el absolutismo del Estado en la corriente armada de la época, pero predica ya a un hombre desalentado. La unidad social no parece imaginada por él como el indestructible depósito de valores, sino como víctima. Fue el primero en definir al Estado como un contrato entre los individuos, pero importa observar que esos individuos eran lobos entre sí, eran seres desprovistos de virtud y, seguramente, de esperanzas supremas; la larga cabalgada les había rendido.
En la crisis de las monarquías absolutas, vierte su mordacidad el genio de Voltaire. Ciertamente no necesitaba ya la sociedad su corrosivo para fragmentarse bajo el trono. Montesquieu advirtió a la monarquía que sería heredada en la República y Rousseau coronó el pórtico de la naciente época. Se caracterizó por el cambio radical del acento. Acentuó sobre lo material, y esto se produjo indistintamente, lo mismo si el sujeto del pensamiento era el individuo, en cuyo caso se insinuaba la democracia liberal, que si lo era la comunidad, en cuyo caso se avistaba el marxismo.
Es muy posible que las edades Media y Moderna hayan verificado su elección con un exclusivismo parcial en beneficio del espíritu, pero es innegable que el siglo XVIII y el XIX lo hicieron, con mayor parcialidad, a favor de la materia. El estado de la cultura en esos siglos pudo prever las consecuencias, pero debemos estimar necesario en toda evolución lo mismo lo que nos parece dudoso que lo acertado. Rousseau cree en el individuo, hace de él una capacidad de virtud, [169] lo integra en una comunidad y suma su poder en el poder de todos para organizar, por la voluntad general, la existencia de las naciones. Para Kant, lo vital en lo político era el principio de «libertad como hombre», el de «dependencia como súbditos» y el de «igualdad como ciudadanos». Rousseau llamará pueblo al conjunto de hombres que mediante la conciencia de su condición de ciudadanos y mediante las obligaciones derivadas de esta conciencia, y provistos de las virtudes del verdadero ciudadano, acepten congregarse en una comunidad para cumplir sus fines.
La Revolución Francesa fue un estruendoso prólogo al libro, entonces en blanco, de la evolución contemporánea. Hallamos en Rousseau una evolución constructiva de la comunidad y la identificación del individuo en su seno, como base de la nueva estructuración democrática. Esta concepción servirá de punto de partida para la interpretación práctica de los ideales en las nuevas democracias. Pero resulta hasta cierto punto conveniente examinar si en la concepción originaria no se produjo, por la dinámica misma de la reacción, la supresión innecesaria de toda una escala de valores. Podemos preguntarnos, por ejemplo, si fue decididamente imprescindible para derivar el poder absoluto a la voluntad del ciudadano, cegar antes en ésta toda posibilidad espiritual. En segundo lugar es preciso tener en cuenta el largo paréntesis que el Imperio abrió entre el prólogo y la continuación del libro de la evolución política.
|