En 1957, el
cadáver había sido trasladado en secreto a un cementerio de Milán. El 3 de
septiembre de 1971, hace hoy 49 años, el general Lanusse hizo reintegrar los
restos como gesto de “buena voluntad”.
-Sí –dijo Perón conmovido– es
Eva.
El general, con su corazón,
ya ajado, sacudido por la emoción, firmó con ímpetu las actas que daban fe de
ese acto casi íntimo y ante pocos testigos: el cuerpo de Eva Perón, la mujer
que había acompañado con fervor y fanatismo su aventura política entre 1945 y
1952, el año de su joven muerte a los 33 años, volvía a sus manos, embalsamada
por el talento del médico español Pedro
Ara y ultrajado por los militares que lo robaron el 22 de noviembre de 1955,
dos meses después del derrocamiento de Perón.
Todo ocurrió hace cuarenta y
nueve años, el 3 de septiembre de 1971,
en la residencia “17 de Octubre”, en el 5 de la calle Navalmanzanos, del barrio
madrileño de Puerta de Hierro, sede del exilio español de Perón. Y todo estuvo
a punto de fracasar por el idiotismo inclaudicable de José López Rega, que
entonces ejercía con talento su oficio de alcahuete y no se había convertido en
el criminal superministro que, tres años después, aspiraría a heredar a Perón junto
a su viuda, María Estela Martínez.
Primero, teatral y vacuo,
López Rega gritó: “¡Jefe, no es Eva!”. Luego, rechazado por Perón, se acercó al
ataúd con un soplete para abrir la carcasa de aluminio que lo protegía.
Tuvieron que avisarle que una leve llama podía hacer arder al cadáver, dado los
químicos usados por Ara para embalsamarlo. Hubo que recurrir a un par de
caseros abre latas para dejar el cuerpo al descubierto.
Minutos después, el sacerdote
italiano Giulio Madurini, superior
general de la Compañía de San Pablo en Italia, puso en manos de Perón el gran
rosario de oro que el papa Pío XII había regalado a Eva Perón en 1947, en
ocasión de su visita al Vaticano. “Yo lo
veía a Perón muy emocionado –dijo Madurini a este diario en 1997-. Se mostró
sorprendido y contento cuando le di el gran rosario. Me lo agradeció. Hablamos
en italiano”.
El padre Madurini tenía
aquella reliquia en su poder porque horas antes la había puesto en sus manos el
coronel Héctor Cabanillas, que había
sido responsable de la operación secreta que llevó el cadáver de Eva Perón al
Cementerio Maggiore de Milán, donde fue enterrada con el nombre falso de María Maggi de Magistris, después de
haberlo sacado del país con esa identidad falsa en el buque Conte Biancamano en
abril de 1957.
Cabanillas, que guardó el
secreto durante catorce años y no lo confió siquiera a su familia, fue el
encargado en 1971 de desandar el camino trazado en 1957 para restituir el
cadáver a Perón, por pedido del entonces presidente de facto, general Alejandro
Lanusse, involucrado directamente en la operación de ocultamiento del cuerpo y
de su devolución.
¿Cómo estaba Lanusse en el secreto y qué tenía que
hacer en la entrega del cuerpo de Eva Perón el superior de la Compañía de San
Pablo en Italia?
Un mes después del
derrocamiento de Perón, el 15 de octubre de 1955, Juana Ibarguren, madre de Eva
Perón, asilada en la embajada de Ecuador, autorizó por escrito al gobierno de
Eduardo Lonardi a dar sepultura a su hija, por entonces en un salón del segundo
piso de la CGT.
En noviembre, y en un golpe
palaciego, Lonardi fue derrocado por el general Pedro Eugenio Aramburu que
mantuvo el compromiso firmado con Juana Ibarguren. Aramburu y su ministro de
guerra, Arturo Ossorio Arana, pidieron al coronel Cabanillas que se hiciera cargo
del traslado del cuerpo, como aseguró a este diario en 1997 su hijo, el
entonces general de brigada Eduardo Cabanillas. El cadáver fue a parar a manos
del jefe de la SIDE, coronel Carlos Moori Koenig, un desquiciado que ultrajó el
cuerpo y lo convirtió en objeto de exhibición para sus amistades.
En 1957, por fin, Cabanillas
organizó la operación de traslado del cadáver de Eva Perón a Milán. Artífice
del andamiaje secreto fue un cura paulista, el padre Francisco “Paco” Rotger, que había casado a Lanusse con Ileana
Bell, y que era su confesor cuando Lanusse era jefe del regimiento de
Granaderos a Caballo General San Martín, custodia del presidente Aramburu. Una
trama perfecta.
Rotger habló con su amigo,
Eugenio Pacelli, que en 1957 era el Papa Pío XII. Y la Iglesia se encargó de
todo. Envió a Buenos Aires al sacerdote Giovanni Penco, superior de la Compañía
de San Pablo, que se entrevistó con Cabanillas y se encargó de arreglar el
entierro de Eva Perón bajo una falsa identidad. “A Penco lo envió el Papa”, dijo
Cabanillas hijo en 1997. El sacerdote italiano guardó el secreto y lo confió
luego a su sucesor, el padre Madurini.
Aquellos años turbulentos y
los hechos que rodearon la salida de Buenos Aires y el entierro clandestino de
Eva Perón en Milán, están relatados en “Secreto de Confesión”, del periodista
Sergio Rubin, un libro imprescindible para comprender, o al menos para
intentarlo, aquel país de delirios.
En 1971 Lanusse decidió
devolver a Perón el cadáver de su segunda esposa por varias razones. Lo hizo,
reveló hace más de dos décadas su viuda, con la total anuencia del entonces
Papa Paulo VI, Giovanni Battista Montini, que era el arzobispo de Milán en 1957
cuando Eva Perón fue enterrada como María Maggi de Magistris en el Cementerio
Maggiore.
La primera razón por la que
Lanusse decidió restituir el cuerpo de Eva Perón a su esposo fue para mostrar
un gesto de buena voluntad hacia Perón, con quien se iba a medir en los años
por venir, de camino a la normalización institucional del país quebrada en 1966
por la “Revolución Argentina”.
Segunda razón, Aramburu había
sido secuestrado y asesinado por la guerrilla peronista “Montoneros” entre mayo
y junio de1970, luego de haber sido sometido a un “juicio revolucionario”,
según sus captores.
Aramburu fue acusado por
Montoneros de la desaparición del cadáver de Eva Perón y, en el comunicado
número 5 que dieron a conocer ya con Aramburu asesinado, expresaron: “El cuerpo
de Pedro Eugenio Aramburu sólo será devuelto luego de que sean restituidos al
pueblo los restos de nuestra querida compañera Evita”.
Luego de conocido el
asesinato de Aramburu, el coronel Cabanillas, uno de los dueños del secreto,
empezó a recibir entonces “presiones” de Montoneros. ¿Confió Aramburu a sus
captores el nombre de Cabanillas? Aramburu sabía dónde estaba enterrada Eva
Perón. Lo confió a este diario en 1997 la viuda de Lanusse, Ileana Bell: “Mi
marido, Aramburu y el padre Rotger eran los únicos que sabían dónde estaba. Yo
tampoco lo sabía”.
Dos personas más conocían el
secreto: el coronel Cabanillas, que guardaba en una caja de seguridad toda la
documentación del caso y el sitio de la tumba en el Cementerio Maggiore, campo
86, tombino 41, y el suboficial del Ejército Manuel Sorolla, que en 1957 había tomado parte de la operación de
ocultamiento del cadáver.
Si Aramburu conocía el
destino de los restos de Eva Perón, no lo dijo a sus captores en el simulacro
de “juicio” al que lo sometieron antes de asesinarlo. Según las diferentes
versiones que dio Montoneros, y según quién la cuente, Aramburu dijo: “Evita
está en Italia. Pero yo no sé dónde. Y si supiera, no se los diría”, relató en
su momento Roberto Perdía. Mario Firmenich dijo que Aramburu sólo reveló que el
cuerpo estaba enterrado “en un cementerio de Roma”.
Si algo de todo eso es
cierto, en el umbral de su muerte Aramburu mantuvo ante sus verdugos el
secreto, un secreto militar, sobre el destino del cuerpo de Eva Perón.
El tercero de los motivos que
apresuraron la entrega del cuerpo a Perón por parte de Lanusse fue la certeza
de que Montoneros y la CGT estaban sobre la pista del cadáver.
Hay registros de dos viajes a
Milán de José Ignacio Rucci,
secretario general de la CGT, y el padre Madurini, heredero del secreto de su
antecesor, el padre Giovanni Penco, recordaba que en junio de 1971 entraron
ladrones a su oficina de la Compañía de San Pablo; ladrones que no robaron
nada, pero que sí revolvieron toda la documentación. Lo que casi con seguridad
buscaban, no estaba en esas oficinas: Madurini había guardado todo en una
carpeta sellada que había entregado en custodia a una enfermera de apellido
Orlandini.
El padre Madurini fue una de
las personas ante quien se exhumó el cuerpo de Eva Perón en el cementerio
Maggiore de Milán el 1 de septiembre de 1971 en el primero de los pasos para
cumplir con la entrega del cuerpo a Perón. Junto al sacerdote estaban
Cabanillas y Sorolla.
El ataúd fue abierto en un
carrito de transporte. Al ver la figura de Eva Perón embalsamada, los
sepultureros gritaron “¡Milagro, milagro!” ante la inquietud de Cabanillas y la
explicación que dio Madurini: les dijo a los sepultureros que el
embalsamamiento era una costumbre muy extendida en América del Sur.
El ataúd fue cargado en un
furgón Citroen de la funeraria milanesa Fuseti, con el chofer Roberto Germani
al volante y Sorolla como custodio, dispuestos ambos a hacer el largo viaje
Milán-Madrid. Mientras, Cabanillas y Madurini corrían al aeropuerto de Linate
para viajar en avión a Barajas.
El furgón recorrió casi mil
quinientos ochenta kilómetros y atravesó Génova, Savona, Mónaco, Montpellier,
Perpiñán hasta La Junquera, un municipio español de la provincia de Gerona,
fronterizo con Francia.
Allí, y pese a sus protestas,
el chofer Germani fue relevado de su misión: la Guardia Civil se hizo cargo del
transporte de los restos de Eva Perón en un operativo coordinado por las
autoridades del gobierno de Francisco Franco y el embajador argentino en
Madrid, brigadier general Jorge Rojas
Silveyra.
Rojas Silveyra había sido
nombrado por Lanusse especialmente para vérselas con Perón. En 1997 se definió
ante Clarín: “Odio tanto a los peronistas como a los radicales. Soy conservador
orejudo, partidario del fraude, la violencia y el entreguismo, que era cuando
el país mejor andaba”.
Cuando Lanusse le anunció su
destino de diplomático, Rojas Silveyra le dijo entristecido: “No, Cano… No
podes hacerme esto…”.
“Sí, puedo –le dijo Lanusse–
porque sos el único tipo que conozco que es más gorila que yo”.
En la tarde del 3 de
septiembre de 1971 y ya en tierra española, el cortejo con el cuerpo de Eva
Perón cubrió el trayecto entre Barcelona y Madrid, custodiado con discreción,
aunque la operación ya no era un secreto: ante el furgón se cuadraban todos los
miembros de la Guardia Civil que le veían pasar.
Por fin, entró a la capital
española poco antes de las ocho de la noche del 3 de setiembre. Poco antes de
enfilar hacia Puerta de Hierro, Sorolla quitó del féretro la chapa de bronce
con el nombre “María Maggi de Magistris” y colocó otra que decía: “María Eva
Duarte de Perón”.
Hubo una última espera decretada
sólo por el rigor histórico de los militares argentinos al frente de la
operación: el ataúd estuvo a punto de llegar a Puerta de Hierro a las ocho y
veinticinco de la noche, las 20.25 que la historia oficial fijó como la de la
muerte de Eva Perón el 26 de julio de 1952. Para evitar coincidencias azarosas
e inquietantes, el furgón entró a la residencia de Perón después de esa hora.
Cabanillas entregó los restos
a Perón. El ataúd fue abierto ante los testigos: Perón, su entonces delegado
personal, Jorge Daniel Paladino, María Estela Martínez de Perón, “una persona
que dijo llamarse López Rega”, dice el acta, Rojas Silveyra, dos sacerdotes
mercedarios amigos de Perón y el sacerdote Alessandro Angeli, que no era otro
que el padre Madurini que actuó durante toda la ceremonia con ese nombre falso:
“Usé Alessandro, que es mi segundo nombre, y Angeli porque mi padre se llamaba
Angelo”, dijo a Clarín en 1997.
Sin embargo, el largo
peregrinaje del cuerpo de Eva Perón no había terminado. Todavía iba a estar
atado a los vaivenes y delirios de la vida política argentina.
El 15 de octubre de 1974,
tres meses y medio después de la muerte de Perón y con su viuda en la
presidencia, Montoneros secuestró del cementerio de la Recoleta el ataúd con
los restos de Aramburu y exigió a cambio la restitución del cuerpo de Eva
Perón.
Dos días después, el cuerpo
viajó de Madrid a la Argentina, donde fue recibido por Isabel Perón y López
Rega y una banda de civiles que hicieron ostentación de su armamento pesado y
pasó a reposar en una cripta en la Quinta presidencial de Olivos, junto al
féretro de Perón.
Tras el golpe militar del 24
de marzo de 1976, el cadáver de Eva Perón fue depositado en la bóveda de la
familia Duarte, en Recoleta, a seis metros de profundidad y bajo una gruesa plancha
de acero.
Cuando casi todos los
protagonistas de esta historia, y muchos de sus testigos, han muerto ya, el eco
del pasado trae una última, pequeña anécdota; un diálogo entre Perón y Rojas
Silveyra en cálida noche madrileña: una extraña comunión entre enemigos.
Perón tomó del brazo al
brigadier y le dijo: “Venga Rojitas”. Salieron al jardín de la residencia y
caminaron juntos un trecho.
-Señor –le dijo Rojas
Silveyra, que no quería adjudicarle a Perón grado militar alguno, usted está
llorando…
-Mire –contestó Perón, yo he sido con
esta mujer mucho más feliz de lo que todo el mundo cree.
** © Alberto Amato