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sábado, 26 de octubre de 2019

Chile, Bolivia, Ecuador, el mundo: la rebelión de los nuevos “precarios”



La clase media y media baja está yendo a las calles, como en el reciente pasado lo hicieron los “indignados”, para reclamar un cambio en la distribución del ingreso que los incluya. Es un fenómeno global que tiene en Chile hoy su ejemplo más estridente, aunque no solo ahí.

La política no es el arte de lo posible si no el arte de hacer posible lo necesario. Jacques Chirac resumía con esa observación una didáctica que guarda hoy más vigencia que cuando este conservador lúcido la pronunció desde la presidencia francesa. La ausencia de ese “necesario” es lo que configura el fracaso de la política. No es un fenómeno nuevo. Pero lo actual es su extensión y enorme visibilidad.
El chileno es el caso más estridente de ese fallido del Estado y del propio sistema. Pero también sucede en simultáneo y con menos prensa en sitios como Líbano e Irak, donde se marcha con iguales demandas contra la desigualdad (“todos quiere decir todos”, proclaman los libaneses) y donde, también, se apilan muertos. Estas crisis nacen del furor de poblaciones que reaccionan contra las formas en que se han venido haciendo las cosas. En otras palabras, en cómo se distribuye el ingreso que exhibe en estas épocas una concentración sin precedentes.
Son los nuevos “precarios” como los definía el sociólogo Ulrich Beck cuando analizaba el efímero fenómeno mundial de los indignados, hace una década. No son los excluidos, no es el proletariado. Es la gente de la clase media que protesta porque no puede comprar un seguro médico, que debe endeudarse ante una enfermedad o para que sus hijos estudien. Ese reproche con estas magnitudes y ese origen deslegitima y desestabiliza un sistema que ha amontonado a los sectores que antes protagonizaban la movilidad social con los condenados al no crecimiento, en lugar de proceder a la inversa, como se debería.
Un dato interesante es que la rebelión en Chile no arrancó como una expresión destituyente. Las movilizaciones no exigían en su mayoría la caída del gobierno o un modelo distante del que se ha venido construyendo los últimos 30 años. Lo que se ha venido reclamando es otro orden en el cual estén incluidos.
Existe cierta sorpresa y ánimo conspirativo por la oleada de crisis que sacude a la región, primero en Ecuador, ahora en Chile y, con un formato más particular, en Bolivia. Es cierto que no son escenarios similares pero lo que los asemeja es el mismo proceso de agotamiento y frustración de sus sociedades junto a un desplome de la calidad democrática. Ese reproche se da en las calles o en el voto castigo como sucedió en las PASO argentinas o en el repudio a la política detrás de la elección en Brasil del ultra Jair Bolsonaro.
En Bolivia es la primera vez que a Evo Morales se le complica el panorama electoral y acaba de escapar entre sospechas de fraude de una segunda vuelta que seguramente lo sacaba del poder.
La coincidencia entre esos casos surge del hecho de que la región experimenta la parte que le toca del parate que sufre la economía planetaria y la reaparición del espectro de la recesión. Esa retracción derrumba el precio de los commodities, rubro clave en la periferia. Chile no diversificó su economía y sigue dependiendo del cobre del cual es el mayor productor mundial. Pero el precio del metal está en la mitad de su precio histórico, parte de la explicación del reducido crecimiento que experimenta el país los últimos largos años y que el ingreso per capita permanezca inmóvil los últimos diez años, indicador que define el ingreso individual.
Bolivia y Ecuador producen gas y petróleo, respectivamente, insumos que sufren la misma depresión. Esas rentas, al reducirse como sucede con el cobre, recortan aún más la capacidad distributiva de los Estados y cancelan la lógica de que los hijos idealmente deberían vivir mejor que sus padres.
Si se amplía la mirada se advierte que el declive electoral que comienza a insinuarse como tendencia entre los populismos de ultraderecha europeos liga precisamente con su incapacidad para corregir esa deformación. La gente vive peor que antes. Estos movimientos ultras, recordemos, surgieron a caballo de la frustración de los segmentos de ingresos medio que disparó la crisis global de 2008 y la concentración posterior. En todo el planeta, así como vemos en Chile, esos sectores se convirtieron en espectadores de un progreso que no les llegaba.
El fracaso de la política, y la devaluación del poder transformador de la democracia, se asienta en que no se advirtió o no se quiso advertir esa creciente desilusión. En el caso de Chile, Piñera reconoció el fallido de la profunda desigualdad, pero repitió el error al anunciar un plan de alivio social que fue poco y llegó tarde aunque seguramente hubiera sido mucho de haberlo aplicado antes de esta crisis. En especial, por el recorte dispuesto al costo de la energía hogareña y el retroceso en el precio del boleto de subte. Después de los alimentos, el transporte y la energía son el segundo gasto mayor de las familias chilenas.
Pero en el programa faltó una revisión del gabinete, que hubiera señalado la seriedad de la toma de conciencia del conflicto y una Reforma Tributaria que fondee un ciclo redistributivo. La reforma que estaba sobre la mesa y fue urgentemente archivada, disponía en cambio una multimillonaria reducción de impuestos para el 1% de mayores ingresos del país que captura el 26,5% de la renta nacional contra el 2,5% que se reparte la gente que está protestando en las calles. El agravante es que el mandatario tampoco anunció el retiro de los militares de la calle ni insinuó una autocrítica por una represión a la que se apostó irresponsablemente como herramienta para abortar la protesta.
El plan de Piñera incluyó mejoras en el sueldo básico, las jubilaciones y un impuesto del 40% a las rentas superiores a US$ 11 mil mensuales. Ese gravamen recaudará apenas US$ 160 millones. El gasto de todo el paquete será de US$ 1.200 millones. No es claro cómo se financiará este nuevo gasto si no se modifica la tributación. Son muchas las razones para que la gente no le crea al gobierno. Pero el problema más delicado es que Piñera al no cubrir el vacío que su desconcierto revela, esas masas irritadas tomarán totalmente las consignas de los grupos violentos que han venido reclamando su renuncia como una cuestión innegociable. 
Hay otra dimensión en este embrollo. El asombro por una crisis semejante en un país que el propio jefe de Estado describía días atrás como un oasis, alimentó la suposición conspiradora de una mano bolivariana detrás del conflicto. No es casual que el ecuatoriano Lenín Moreno se haya abrazado a esa idea sin sustento para tratar de licuar su responsabilidad en la rebelión que lo obligó a dar marcha atrás, hace muy poco, con la quita de los subsidios al combustible. Es razonable que un gobierno limpie su presupuesto de ese tipo de prácticas distorsivas, pero el presidente ecuatoriano lo hizo descargando el peso del ajuste sobre los sectores menos favorecidos, indígenas y segmentos medios. No hubo un criterio selectivo, no hubo política, y se apostó a que la gente absorbería pasivamente el golpe. El mismo fallido chileno con el aumento cegato del boleto de subte que disparó la furia,
El boliviano Evo Morales también comparte este rito de los liderazgos arriba de todo y con las ventanas cerradas. Acaba de ejecutar en versión extrema una concepción plebiscitaria de la democracia, ritual del populismo latinoamericano, que consiste en que el voto solo existe para ratificar al líder, jamás para cuestionarlo. El mandatario desdeñó la opinión de sus propias bases que rechazaron en un referendo que buscara una cuarta reelección. Y le quitó valor a ese disgusto como a los ruidos que comenzaba a producir el bajón de su economía, cuyo crecimiento último se ha sostenido en el uso de las reservas.
Ese comportamiento explica que Morales haya enfrentado por primera vez en sus 14 años en el poder una consistente ofensiva opositora que sumó a parte de sus votantes históricos. Esa reacción apuntaba a removerlo del poder y le facturó ya la mayoría parlamentaria. Una segunda vuelta abría todas las probabilidades de un recambio del Ejecutivo. De confirmarse que el gobierno manipuló los resultados para evitar ese destino, Morales se acaba de comprar un futuro imprevisible. Ya se sabe lo que sucede cuando la política no hace posible lo necesario.
Copyright Clarín 2019