La clase media y media baja está yendo a las calles, como en el reciente
pasado lo hicieron los “indignados”, para reclamar un cambio en la distribución
del ingreso que los incluya. Es un fenómeno global que tiene en Chile hoy su
ejemplo más estridente, aunque no solo ahí.
La política no es el arte de lo posible si
no el arte de hacer posible lo necesario. Jacques Chirac resumía con esa
observación una didáctica que guarda hoy más vigencia que cuando este
conservador lúcido la pronunció desde la presidencia francesa. La ausencia de
ese “necesario” es lo que configura el fracaso de la política. No es un
fenómeno nuevo. Pero lo actual es su extensión y enorme visibilidad.
El
chileno es el caso más estridente de ese fallido del Estado y del propio
sistema. Pero también sucede en simultáneo y con menos prensa en sitios como
Líbano e Irak, donde se marcha con iguales demandas contra la desigualdad
(“todos quiere decir todos”, proclaman los libaneses) y donde,
también, se apilan muertos. Estas crisis nacen del furor de poblaciones que
reaccionan contra las formas en que se han venido haciendo las cosas. En otras
palabras, en cómo se distribuye el ingreso que exhibe en estas épocas una
concentración sin precedentes.
Son los nuevos “precarios” como los definía
el sociólogo Ulrich Beck cuando analizaba el efímero fenómeno mundial de los
indignados, hace una década. No son los excluidos, no es el proletariado. Es la
gente de la clase media que protesta porque no puede comprar un seguro médico,
que debe endeudarse ante una enfermedad o para que sus hijos estudien. Ese
reproche con estas magnitudes y ese origen deslegitima y desestabiliza un
sistema que ha amontonado a los sectores que antes protagonizaban la movilidad
social con los condenados al no crecimiento, en lugar de proceder a la inversa,
como se debería.
Un dato
interesante es que la rebelión en Chile no arrancó como una expresión
destituyente. Las movilizaciones no exigían en su mayoría la caída del gobierno
o un modelo distante del que se ha venido construyendo los últimos 30 años. Lo
que se ha venido reclamando es otro orden en el cual estén incluidos.
Existe cierta sorpresa y ánimo conspirativo
por la oleada de crisis que sacude a la región, primero en Ecuador, ahora en
Chile y, con un formato más particular, en Bolivia. Es cierto que no son
escenarios similares pero lo que los asemeja es el mismo proceso de agotamiento
y frustración de sus sociedades junto a un desplome de la calidad democrática.
Ese reproche se da en las calles o en el voto castigo como sucedió en las
PASO argentinas o en el repudio a la política detrás de la elección en
Brasil del ultra Jair Bolsonaro.
En
Bolivia es la primera vez que a Evo Morales se le complica el panorama
electoral y acaba de escapar entre sospechas de fraude de una segunda vuelta
que seguramente lo sacaba del poder.
La
coincidencia entre esos casos surge del hecho de que la región experimenta la
parte que le toca del parate que sufre la economía planetaria y la reaparición
del espectro de la recesión. Esa retracción derrumba el precio de los
commodities, rubro clave en la periferia. Chile no diversificó su economía y
sigue dependiendo del cobre del cual es el mayor productor mundial. Pero el
precio del metal está en la mitad de su precio histórico, parte de la
explicación del reducido crecimiento que experimenta el país los últimos largos
años y que el ingreso per capita permanezca inmóvil los últimos diez años,
indicador que define el ingreso individual.
Bolivia y Ecuador producen gas y petróleo,
respectivamente, insumos que sufren la misma depresión. Esas rentas, al
reducirse como sucede con el cobre, recortan aún más la capacidad distributiva
de los Estados y cancelan la lógica de que los hijos idealmente deberían vivir
mejor que sus padres.
Si se
amplía la mirada se advierte que el declive electoral que comienza a insinuarse
como tendencia entre los populismos de ultraderecha europeos liga precisamente
con su incapacidad para corregir esa deformación. La gente vive peor que antes.
Estos movimientos ultras, recordemos, surgieron a caballo de la frustración de
los segmentos de ingresos medio que disparó la crisis global de 2008 y la
concentración posterior. En todo el planeta, así como vemos en Chile, esos sectores
se convirtieron en espectadores de un progreso que no les llegaba.
El
fracaso de la política, y la devaluación del poder transformador de la
democracia, se asienta en que no se advirtió o no se quiso advertir esa
creciente desilusión. En el caso de Chile, Piñera reconoció el fallido de la
profunda desigualdad, pero repitió el error al anunciar un plan de alivio
social que fue poco y llegó tarde aunque seguramente hubiera sido mucho de
haberlo aplicado antes de esta crisis. En especial, por el recorte dispuesto al
costo de la energía hogareña y el retroceso en el precio del boleto de subte.
Después de los alimentos, el transporte y la energía son el segundo gasto mayor
de las familias chilenas.
Pero en
el programa faltó una revisión del gabinete, que hubiera señalado la seriedad
de la toma de conciencia del conflicto y una Reforma Tributaria que fondee un
ciclo redistributivo. La reforma que estaba sobre la mesa y fue urgentemente
archivada, disponía en cambio una multimillonaria reducción de impuestos para
el 1% de mayores ingresos del país que captura el 26,5% de la renta nacional
contra el 2,5% que se reparte la gente que está protestando en las calles.
El agravante es que el mandatario tampoco anunció el retiro de los militares de
la calle ni insinuó una autocrítica por una represión a la que se apostó
irresponsablemente como herramienta para abortar la protesta.
El plan de Piñera incluyó mejoras en el
sueldo básico, las jubilaciones y un impuesto del 40% a las rentas superiores a
US$ 11 mil mensuales. Ese gravamen recaudará apenas US$ 160 millones. El gasto
de todo el paquete será de US$ 1.200 millones. No es claro cómo se financiará
este nuevo gasto si no se modifica la tributación. Son muchas las razones para
que la gente no le crea al gobierno. Pero el problema más delicado es
que Piñera al no cubrir el vacío que su desconcierto revela,
esas masas irritadas tomarán totalmente las consignas de los grupos violentos
que han venido reclamando su renuncia como una cuestión innegociable.
Hay otra
dimensión en este embrollo. El asombro por una crisis semejante en un país que
el propio jefe de Estado describía días atrás como un oasis, alimentó la
suposición conspiradora de una mano bolivariana detrás del conflicto. No es
casual que el ecuatoriano Lenín Moreno se haya abrazado a esa idea sin sustento
para tratar de licuar su responsabilidad en la rebelión que lo obligó a dar
marcha atrás, hace muy poco, con la quita de los subsidios al combustible. Es
razonable que un gobierno limpie su presupuesto de ese tipo de prácticas
distorsivas, pero el presidente ecuatoriano lo hizo descargando el peso del
ajuste sobre los sectores menos favorecidos, indígenas y segmentos medios. No
hubo un criterio selectivo, no hubo política, y se apostó a que la gente
absorbería pasivamente el golpe. El mismo fallido chileno con el aumento cegato
del boleto de subte que disparó la furia,
El boliviano Evo Morales también comparte este rito de
los liderazgos arriba de todo y con las ventanas cerradas. Acaba
de ejecutar en versión extrema una concepción plebiscitaria de la democracia,
ritual del populismo latinoamericano, que consiste en que el voto solo existe
para ratificar al líder, jamás para cuestionarlo. El mandatario desdeñó la
opinión de sus propias bases que rechazaron en un referendo que buscara una
cuarta reelección. Y le quitó valor a ese disgusto como a los ruidos que
comenzaba a producir el bajón de su economía, cuyo crecimiento último se ha
sostenido en el uso de las reservas.
Ese
comportamiento explica que Morales haya enfrentado por primera vez en sus 14
años en el poder una consistente ofensiva opositora que sumó a parte de sus
votantes históricos. Esa reacción apuntaba a removerlo del poder y le facturó
ya la mayoría parlamentaria. Una segunda vuelta abría todas las probabilidades
de un recambio del Ejecutivo. De confirmarse que el gobierno manipuló los
resultados para evitar ese destino, Morales se acaba de comprar un futuro
imprevisible. Ya se sabe lo que sucede cuando la política no hace posible lo
necesario.
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