Ese día, hace 40 años, las tropas
argentinas pisaron las Malvinas, pero los preparativos y la guerra de nervios
habían comenzado mucho antes, en el máximo de los secretos. Uno de esos
protagonistas fue Roberto Reyes, por entonces un joven subteniente, que sentía
que no merecía todo lo que le estaba ocurriendo. Día a día de una operación
militar que llevaba meses de diseño
Ocurrió el viernes 26 de
marzo de 1982. Los oficiales del Regimiento de Infantería 25 escuchaban
concentrados al teniente coronel Mohamed Alí Seineldín, quien estaba acompañado
por el jefe de la compañía de ingenieros. En medio de un silencio reverencial
atendían las órdenes y las indicaciones que les estaba impartiendo en la sala
de situación, con la mesa de arena donde se planificaban las acciones. Les
estaban comunicando que se había puesto en marcha el operativo de recuperación
de las islas Malvinas. Uno de esos jóvenes oficiales era el subteniente Roberto
Reyes. Tenía 24 años y sentía que recibía más de lo que merecía.
Unos días antes, el 1 de
febrero de 1982, Seineldín se había enterado que el Regimiento 25, al que
estaba al mando, sería la única unidad de Ejército que integraría la fuerza de
desembarco. Debía ejecutar el plan de acción.
El incidente que se
inició el 19 de marzo en Puerto Leith, en las islas Georgias, cuando obreros de
una empresa argentina que fueron a desguazar una factoría ballenera, precipitó
los hechos. El 23 ya se le había preguntado a la Marina, que venía trabajando
en el proyecto desde el año anterior, sobre la fecha más cercana para llevar
adelante la operación.
El 25 por la tarde la
Junta Militar había ordenado que la flota debía partir el 28 al mediodía y que
el 1 de abril desembarcarían en las islas. Entre el 26 y el 28 los buques que
participarían fueron debidamente aprovisionados.
De la fuerza de
desembarco participaría la compañía C del Regimiento 25, a cargo del Teniente
Primero Carlos Esteban. Estaba integrada por las secciones “Bote” al mando del
Teniente Roberto Estevez y “Romeo” del Subteniente Juan José Gómez Centurión,
las que encabezarían una operación anfibia para controlar y ocupar Darwin. Una
tercera sección, denominada “Gato” al mando del Subteniente Roberto Reyes
tendría la responsabilidad de una operación aeromóvil para capturar al
gobernador.
Mientras Seineldín
impartía las órdenes, ese 26 de marzo, Gómez Centurión disimuladamente se
sacaba el yeso de su mano que llevaba desde hacía días por un accidente que
había sufrido. No quería quedar afuera del histórico día por nada del mundo.
Debieron preparar rápido
su equipo, ya que en unas horas más partirían. Seineldín les dio una orden que
algunos hasta tomaron con fastidio: debían llevar su sable porque iban a ir a
la batalla.
El sábado 27 de marzo
fueron en avión a la base aeronaval Comandante Espora y al día siguiente, a la
salida del sol, embarcaron en la flota.
El domingo 28 fue un día
radiante. A la noche el Cabo San Antonio, un buque transporte de tanques,
comenzó a bambolearse. Había zarpado ese día desde Puerto Belgrano llevando
parte de la fuerza de desembarco.
El 29, el 30 y el 31
soportaron un temporal del suroeste que nunca las tropas de infantería
embarcadas habían ni siquiera soñado tener que afrontar.
La operación debía ser
“incruenta, sorpresiva y de corta duración”. La fuerza de desembarco estaba
integrada por el Cabo San Antonio; el buque de transporte Islas de los Estados;
el Rompehielos Almirante Irízar; el Submarino Santa Fe; las fragatas Santísima
Trinidad y Hércules y las corbetas Drummond y Granville. Más alejados, el
Portaaviones 25 de mayo, su Grupo Aeronaval y las bases de la fuerza aérea del
continente.
Los de Reyes serían los
únicos efectivos de Ejército en participar de las acciones en Puerto Argentino
ese viernes 2 de abril. Debía armar con los soldados incorporados dos meses
antes una fracción liviana con buen poder de fuego y rápido despliegue. Todos
comprendieron que eran parte de algo importante. No podían creer lo que estaban
viviendo.
En los dormitorios de
cinco pisos con cuchetas del San Antonio se acomodaron, en el reducido espacio
separado por estrechos pasillos y escasa ventilación, los 37 efectivos del
Regimiento 25. La primera tarea a la que se abocaron fue al mejoramiento de la
estiba de materiales.
El barco, una mole de 144
metros de largo, se movía mucho por el mar picado. Los mareos y las
descomposturas de los que estaban acostumbrados a moverse con los pies sobre la
tierra, enseguida hicieron mella. Lo que aun ignoraban es que los bamboleos
durarían hasta el día del desembarco.
Los oficiales procuraban
mantener ocupados a sus hombres. En las cubiertas superiores se hacían
prácticas de defensa, contra incendio y abandono del buque. Los soldados
ignoraban hacia dónde se dirigían. Especulaban con un conflicto con Chile o que
iban en auxilio de un país centroamericano. Estaban navegando hacia el sur y
que, al llegar a la altura de Río Gallegos, pondrían proa hacia las islas.
Si el primer día el mar
estaba picado, en el segundo las condiciones empeoraron a tal punto que las
violentas inclinaciones del buque hacia babor y a estribor alternativamente,
levantaba del piso a los soldados y los arrojaba contra las paredes. Los que
podían, hacían algo de ejercicios físicos y otros limpiaban el armamento.
Rogaban llegar lo más rápido a destino. Pocos prestaban atención a los tres
turnos que había para comer. Hubo gente que esos cinco días no probó bocado.
Temiendo que el temporal
hiciera suspender el operativo, el teniente coronel Seineldín le propuso al
Almirante Carlos Büsser, comandante de la fuerza de desembarco, cambiarle el
nombre a la operación, bautizada como “Azul”. Seineldín recordó que en 1806,
durante la primera invasión inglesa, las fuerzas que Santiago de Liniers había
agrupado en Colonia y que había embarcado con proa a Buenos Aires, había
quedado a merced de una sudestada. Liniers puso sus fuerzas a protección de la
Virgen del Rosario. Pudieron llegar a salvo a puerto mientras que las naves inglesas
que trataron de impedirlo sufrieron graves daños.
De ahí en más, la operación pasó a llamarse Rosario.
En el tercer día de
navegación, los jefes de fracciones que desembarcarían fueron convocados para
realizar los ensayos de las acciones que desplegarían el Día D. El subteniente
Reyes recibió cartografía y demás detalles para ajustar la incursión que debían
realizar en la casa del gobernador. El joven oficial debió exponer cómo haría
dicha operación y se realizaron los ajustes correspondientes.
Estaba todo listo para el desembarco planeado para el
1 de abril.
En el cuarto día, Büsser
decidió postergar el desembarco para el día siguiente. Los ingleses habían
detectado a las fuerzas argentinas y preparaban la defensa, fortificando zonas
de interés. Se había perdido la sorpresa táctica.
Se cambiaron las
misiones. Se usaría como lugar de desembarco la zona oeste de la bahía Yorke;
buzos tácticos que venían en el submarino Santa Fe debían marcar la playa de
desembarco; se canceló la orden de apoderarse de los servicios públicos, a esa
altura reforzados por los británicos; se decidió que los efectivos de Seineldín
tomasen el control de la pista del aeropuerto y no el personal de Fuerza Aérea,
como estaba planeado; los comandos tácticos y anfibios se dirigirían a la casa
del gobernador; otro grupo de comandos debían apoderarse del cuartel de Moody
Brook.
El helicóptero que debía
transportar a Reyes y a su sección se había dañado por la navegación. Entonces,
en lugar de tomar la casa del gobernador Rex Hunt, se determinó que debían
apoderarse del aeropuerto eliminando la resistencia inglesa y despejar la
pista, sembrada de vehículos y de maquinaria dejada por los Royal Marines y
además habían apagado el faro San Felipe. Los comandos anfibios se ocuparían de
la residencia del gobernador.
Reyes y sus hombres
debieron entonces familiarizarse con prácticas de embarque y desembarque del
vehículo anfibio a oruga (VAO) con el que se trasladarían a la playa. El VAO 10
tenía capacidad para 26 integrantes de la sección; los 11 restantes apoyarían
el desembarco desde el San Antonio. La adrenalina los hizo olvidar de los
mareos.
A las 18 horas del 1 de
abril, luego de oír misa por altavoz, fue el comandante de la fuerza de
desembarco que reveló el objetivo de la misión. En la Santísima Trinidad se
leyó el mismo mensaje a la misma hora. Hubo emoción, alegría, gritos de júbilos
y vivas a la Patria. Esa noche el mar se había calmado, pero nadie durmió.
La madrugada del 2 eran
incesantes los desplazamientos por los angostos pasillos de las cubiertas
bajas. La bodega del buque estaba impregnada del olor a los motores encendidos
de los vehículos anfibios. Las órdenes y los gritos se mezclaban con el
chillido de las radios buscando las frecuencias. Las luces permanecían apagadas.
Reyes ordenó a sus
hombres colocarse el chaleco salvavidas. Cuando el sargento Colque terminó de
repartirlos su mirada lo dijo todo: no había para él ni para Reyes. Rogaron no
tener que necesitarlos.
A las 5:30 Reyes y sus
hombres estuvieron listos. Así se lo hicieron saber a Seineldín, quien los
arengó. Sus palabras las interrumpió la orden que vino de los parlantes de la
bodega: hora de embarcar.
Dentro de los vehículos
anfibios se había ordenado silencio de radio; las compuertas laterales y superiores
estaban cerradas y los soldados lograban adivinar el rostro de sus compañeros
gracias a una tenue luz roja interior. En silencio esperaban la orden de
“primera ola al agua”.
Entre las 6:05 y las 6:10
se abrieron las compuertas de proa, el ruido de los motores pareció atenuarse y
el humo de los 21 vehículos se disipó por el cambio de aire. Minutos después
los hombres sintieron carretear el vehículo y de pronto se encontraron
flotando. Seineldín había ordenado al soldado Juan Pessaresi poner en el grabador
Cala Cuerda, una marcha de fusileros ejecutada por los patriotas durante las
invasiones inglesas.
Los vehículos anfibios
pusieron proa a “Playa Rojo W”, punto donde desembarcarían. Ese lugar había
sido asegurado horas antes por buzos tácticos llevados por el submarino Santa
Fe.
Se percataron que no
estaban recibiendo fuego, aunque a lo lejos se escuchaban disparos en dirección
a la ciudad. Reyes había ordenado quitar las tapas de cubierta del vehículo y,
en medio de un mar increíblemente calmo, iluminado por los destellos del
amanecer, vio las luces de Puerto Argentino. Miró hacia atrás y contempló la
flota de desembarco.
Los gritos de alegría
volvieron cuando sintieron que las orugas habían tocado las rocas y transitaba
por la arena. Estaban en Malvinas.
Tropas del Batallón de
Infantería de Marina N° 2 y Reyes y su sección se dirigieron al aeropuerto. Lo
hallaron vacío y los Royal Marines ni siquiera habían dejado trampas
explosivas. Se dedicaron a remover una treintena de máquinas y camiones que
obstruían la pista.
Luego, recibió la orden
de rastrillar una de las calles de Puerto Argentino, en dirección a la casa del
gobernador. Debían capturar a los soldados ingleses que encontrasen, y cuidarse
especialmente de no producir bajas en la población. Solo encontraron a dos
británicos paramédicos que se dirigían al hospital a atender a los primeros
heridos.
Los argentinos tuvieron a
su primer caído, el capitán de corbeta Pedro Giacchino cuando se generalizó un
tiroteo con marines atrincherados en dependencias de la casa del gobernador. En
esa acción fueron heridos el teniente de fragata Diego García Quiroga y el cabo
primero Ernesto Urbina.
Mientras el comandante de
la fuerza de desembarco estaba reunido con el gobernador en su residencia y en
el jardín los Royal Marines eran custodiados por comandos anfibios, aterrizaba
el Hércules que transportaba al resto del Regimiento 25. Y al aeropuerto
llegaban efectivos transportados en helicópteros desde el Irízar.
Cerca del mediodía se
realizó una formación en el patio de la casa para materializar oficialmente la
recuperación de las islas. Durante los preparativos se cortó la driza del
mástil, y el subteniente Reyes se trepó a la punta para engancharla. Algunos lo
interpretaron como un mal augurio.
“Buenos días, argentinos”,
saludó a las 7:30 el presidente de facto Leopoldo Galtieri a su gabinete.
Estaba presente el flamante gobernador, el general Mario Benjamín Menéndez.
Minutos antes de las 10 de la mañana, la Junta Militar emitió el primer
comunicado: “Las Fuerzas Armadas, en una acción conjunta, con el fin de
recuperar para el patrimonio nacional los territorios de las islas Malvinas,
GeorgiaS y Sandwich del Sur, se hallan empeñadas en combate para alcanzar el
objetivo señalado”.
La gente se dio cita en
la Plaza de Mayo y pasadas las 2 y media de la tarde, Galtieri se asomó al
balcón. “Aceptaremos el diálogo después de esta acción de fuerza, pero con el
convencimiento de que la dignidad y el orgullo nacional han de ser mantenidos a
toda costa y a cualquier precio”. Luego, salió a la plaza y se mezcló con la
gente.
Rápidamente Puerto
Stanley cambió por Puerto Rivero, en honor al Gaucho Rivero, y a partir del 16
de abril se bautizó oficialmente a la capital como Puerto Argentino.
Seineldín, el mismo que
había ordenado a sus oficiales que llevasen sus sables, símbolo de mando, y el
que propuso cambiarle el nombre al operativo, fue a la cabecera de la pista del
aeropuerto y con una formación contemplándolo, hizo un pozo y enterró un
rosario. Estaban en Malvinas. La guerra
había comenzado.
***Por Adrián Pignatelli