Una de las primeras
medidas tomadas tras el golpe de 1976 fue la intervención de la Confederación
General del Trabajo (CGT). Los
militares ingresaron a la sede de Azopardo 802, ya entonces consolidada como la
casa de los trabajadores sindicalizados y peronistas, para destituir a sus
autoridades, sustraer documentos y quemar libros "sospechosos" en el
estacionamiento.
No era la primera
intervención de la CGT -una por cada golpe de Estado-, pero entonces ocurrió un
hecho singular. La incursión de la comitiva en verde oliva y botas negras se
adentró en el auditorio Felipe Vallese y se detuvo frente al mural que el
artista Miguel Petrone había pintado en 1949 en homenaje a la consagración de
los derechos del trabajador. No fue el hombre-pulpo que representa el capital y
la lucha determinada de los obreros contra ese mutante lo que fastidió a los
generales, sino una efeméride inscripta debajo de la sigla CGT, pintada con
caracteres gordos dorados, en perspectiva y con un pequeño mensaje en letritas
negras debajo: "24 de febrero de 1947, triunfa la justicia social".
"Compren látex blanco y borren esto, ya", ordenaron.
En la compleja historia
del movimiento sindical hay algo que nunca se puso en duda: el poder que encierra
sentarse en el despacho de esta mítica sede.En la compleja historia del
movimiento sindical hay algo que nunca se puso en duda: el poder que encierra
sentarse en el despacho de esta mítica sede. Fuente: Brando - Crédito: Claudio
Larrea
"Eso quedó tapado
con brocha gorda durante años y cuando nos pusimos a restaurarla nos dimos
cuenta de que estaba un poco chingada la perspectiva, las letras, pero al fin y
al cabo quedó bien, como una herida de guerra, una muestra de lo que intentaron
borrar los militares. No tocaron ninguna otra cosa del edificio, mirá qué
simbólico", dice Daniel Santoro, un referente a la hora de hablar de arte,
sobre todo peronista, y autor de la serie mural que ahora acompaña la obra de
Petrone en el mismo auditorio: una suerte de vía crucis del peronismo dividido
en cuatro actos en los que se rescatan el origen, los sueños, los logros, pero
también tragedias, contradicciones y carencias de un movimiento tan heterogéneo
como complejo.
El devenir de la sede
Azopardo, desde su propio origen, está intrínsecamente enlazado con el
peronismo, en un derrotero que ha incluido alianzas y traiciones, robos y
esperas, sueños aletargados de una prosperidad obrera que siempre se dilata y
queda un poquito más allá. Inaugurado como casa matriz cegetista el 18 de
octubre de 1950, el edificio había sido expropiado y donado a los trabajadores
por la Fundación Eva Perón, cuya sede principal se estaba construyendo enfrente
(hoy, es la monumental Facultad de Ingeniería de la UBA). Seis meses antes, los
sindicalistas habían sellado su adscripción al peronismo proclamándose como
defensores de la "revolución justicialista" durante un congreso
extraordinario. "Evita establecía los vínculos y las mediaciones entre
Perón y los trabajadores. La Fundación se financiaba con aportes de los
sindicatos, que finalmente terminan proponiendo, con la conducción de José
Espejo, a Eva para acompañar a Perón en las elecciones del 51", explica
Santiago Regolo, investigador del Instituto Nacional de Investigaciones Históricas
Eva Perón.
En la relación entre
Evita y el edificio no hay metáforas: aparece a cada paso en Azopardo. Como
busto, cuadro, foto, pintura, mosaico, así sucesivamente.
El poder de la piedra
El edificio se convirtió
en el centro del poder sindical y también en eje de las disputas internas del
movimiento obrero, que hasta entonces había boyado por diversos domicilios,
siempre dependiendo de quién manejara los hilos de la conducción: un inmueble
propio aunque provisorio en México 2875, comandado por los ferroviarios; en
México 2070, excasa del Partido Socialista y sede de la Unión Obrera Molinera;
y a partir de 1933, en el edificio de la Unión Ferroviaria, sobre avenida
Independencia al 2880. Azopardo fue el final de un largo peregrinaje, el
asiento definitivo de la casa sindical.
"Quien ocupe el
edificio marca la agenda del sindicalismo, es como que otorga la legitimidad de
la conducción", ensaya Regolo. Como toda la arquitectura atribuida a la
etapa peronista, tiene un estilo racionalista, aunque tardío, con toques art
déco. En rigor, es un engendro: dos edificios unidos (uno que ya existía como
depósito industrial y otro nuevo adosado) en una mélange que bien podría
funcionar como una metáfora adecuada a la historia del sindicalismo argentino,
signado por las rupturas, idas y venidas, el auge y la decadencia, pero sobre
todo, diverso. "Jorge Sabaté, el arquitecto, hizo lo que pudo, y dentro de
todo no quedó tan mal", evalúa Santoro. Las desproporciones son evidentes:
un ingreso fastuoso con una escalinata que termina en una serie de bustos y
puertas-ventana, muy cercanas a los ascensores, donde no hay espacio. Hacia la
derecha, la recepción: bancos de madera, algunos diarios gremiales repartidos
en mesitas ratonas y la bonhomía cegetista del café y la espera. Y un auditorio
para 300 personas. sin lobby.
En el segundo piso, la
capilla ardiente: paredes empapeladas con rayas blancas y negras, imágenes de
Eva Perón, dos banderas (una argentina, otra justicialista) y un escritorio
donde antes hubo un ataúd. De todo lo sacro y obreramente eclesiástico del
edificio, este lugar es el más significativo: carga con el peso energético de
haber albergado durante tres años el cuerpo de Evita. Luego de su muerte, el 26
de julio de 1952, tras nueve días de funeral y, cómo no, una intensa interna en
el peronismo sobre el destino de los restos, la CGT ganó la pulseada y Evita se
quedó en Azopardo. "La conducción entendía que esa era su voluntad:
descansar entre los trabajadores. Históricamente, demuestra la importancia y el
agradecimiento de la CGT con la dirigente que les había dado una casa",
reseña Regolo. El 22 de noviembre de 1955, pocos días después del golpe que
había derrocado a Perón, el cuerpo de Evita fue robado en uno de los hechos más
espectacularmente macabros de la historia argentina: el teniente coronel Carlos
de Moori Koenig entró a la fuerza junto a un pequeño comando rompiendo cuanto
busto hubiera de Perón y Evita; forzaron la entrada a la capilla ardiente y se
llevaron el ataúd.
Otra de las primeras
incursiones militares en Azopardo se dirigió directamente a la importante
biblioteca ubicada en el tercer piso, al final de un pasillo que recorre los
despachos de todas las secretarías, incluida la general. Se disponían a cumplir
el decreto 4161: la proscripción del peronismo. Los trabajadores también
perdieron la titularidad del edificio, que pasó a quedar en manos del Estado,
una situación que resolvería casi 20 años después a través de un decreto María
Estela Martínez de Perón, quien le cedió definitivamente el inmueble a la CGT.
"Se ha perdido
muchísima documentación, hay cosas de este lugar que no se saben porque todo lo
que decían Perón o Evita se lo llevaban, lo rompían o lo quemaban", cuenta
Julio Pirrera Quiroga, secretario privado de la CGT, sentado detrás de un pesado
escritorio.
Acá todo es grueso, cedro
y caoba, ceniceros y vidrio, muchachos de camisa abierta y mocasines
traqueteados. De fondo, suena el retumbe de un televisor sintonizado en
Crónica. "Son tan cuadrados los milicos que dejaron toda la literatura que
hay del movimiento obrero de izquierda", ríe Quiroga y señala ejemplares
en cuyos lomos dice Marx, revolución, Lenin. Hasta esta biblioteca,
prolijamente ordenada por temas y en orden alfabético, con una imponente mesa
de estudio que parte al medio la sala, vienen investigadores de todo el mundo:
hay ejemplares de periódicos gremiales de principios del siglo XX que parecen
desintegrarse con cada pasada. Los libros descansan en estantes protegidos por
vidrio y llave, iluminados por ventanales de hierro amplios, por donde entra
una luz matizada por los plátanos de la calle.
Quiroga, autor de varios
libros y exsecretario del histórico dirigente Saúl Ubaldini, amplio conocedor
del mundillo que lo envuelve, repasa la historia a los saltos por entre los
pasillos de la casa que habita. Va hasta una punta de su oficina, busca
papeles, se asoma hasta el umbral de la puerta para pedir ayuda con algunos
datos. Hay eco de hospital antiguo. "Es cierto que el que se sienta acá
manda, pero más o menos, a veces no tanto, viste cómo es", gambetea, antes
de adentrarse en lo que sobrevino a la proscripción del peronismo y el exilio
de su líder durante 18 años: una titánica interna por copar el poder y la
influencia del movimiento. Azopardo comenzaría siendo un espacio de resistencia,
que emanaba planes de lucha para frenar el avance de los militares, para luego,
bajo la conducción del metalúrgico Augusto Timoteo Vandor y su intento de un
"peronismo sin Perón", teñirse de tragedia y muerte. "Podría
decirse que desde entonces el sindicalismo no dejó de dividirse entre los
colaboracionistas con el gobierno de turno, sean militares o gobiernos
democráticos, y un perfil más clasista y combativo", explica Regolo. La
marca de origen de esa tendencia fue la creación de la CGT de los argentinos,
que estableció su sede en el gremio de los trabajadores gráficos encabezados
por Raimundo Ongaro.
Las divisiones se
profundizaban en la medida en que el peronismo fluctuaba en su oscilante
péndulo ideológico, muchas veces basado en el acceso directo al poder y también
por las órdenes contradictorias que dictaba su líder asentado en España. Había
un común denominador: todos reclamaban el cetro del poder, Azopardo, santuario
de un supuesto peronismo puro, anterior a las peleas y degradaciones que lo
acechaban. Después del último golpe militar, el perfil colaboracionista
encarnado por Jorge Triaca (padre) contuvo la sede, mientras Ubaldini creó la
CGT-Brasil, desde donde encararon una histórica movilización contra el gobierno
de facto, el 22 de julio de 1981. Más acá en el tiempo, cuando el menemismo se
hizo del gobierno, la cosa se dio vuelta: la conducción crítica se mantuvo en
Azopardo, mientras que el colaboracionismo, con Luis Barrionuevo como figura
central, creaba la CGT-San Martín.
"Se vio incluso
hasta hace poco cuando Hugo Moyano se alejó del kirchnerismo y Antonio Caló, de
la Unión Obrera Metalúrgica, creó una CGT más cercana al entonces gobierno.
Ambos querían estar en Azopardo, aunque Moyano no lo entregó", amplía
Regolo. Fue justamente durante el gobierno de Néstor Kirchner, en septiembre de
2007, que el edificio fue declarado Monumento Histórico Nacional. Un hecho más
que vincula a la CGT como parte del imaginario de construcción política del
peronismo.
Sacar la historia a la luz
Todo este halo de
oscurantismo plebeyo que inunda la sede y la reticencia a abrir las puertas al
público en general, aun con tanta historia a cuestas, fue lo que atrajo al
fotógrafo Claudio Larrea: seis meses de negociaciones le llevó obtener una
autorización para registrar el lugar. "Es como entrar en la catedral de
los trabajadores", dice Larrea, autor de las fotografías que acompañan
este artículo y de obra que repasa el legado del peronismo. La metáfora no es
casual: "Digo catedral porque ahí están los bustos cual apóstoles,
silencio e inmovilidad. No hay preguntas, solo creencia y mandamientos",
agrega.
Larrea también quería
plasmar el contraste entre la decadencia edilicia, al menos en sus fachadas, y
la prosperidad de Puerto Madero, que crece detrás de la sede de los
trabajadores. Una historia que había comenzado con ímpetu renovador y
triunfante, una oda a esa frase tan reñida de la marcha peronista
("combatiendo al capital"), y que se fue marchitando entre paredes
despintadas, mobiliarios crujientes y pesadumbre dirigencial. "Me da la
sensación de que muchos dirigentes ya viven en Puerto Madero y se olvidaron de
Azopardo", dice, con sarcasmo, Larrea.
Es la casa de los padres,
desde donde alguna vez se fueron, pero a la que siempre están volviendo.
Azopardo es ese lugar que simboliza tanto como condiciona: la matriz del poder
de turno de los trabajadores, un poder que muchas veces hace culto de los
murmullos, que se esconde detrás de colores que tiran a sepia y ascensores de
pesadas puertas de hierro pintadas de verde que, todavía hoy, se abren
manualmente, como si se tratara de una fábrica detenida en el tiempo.