Uno de los líderes de la izquierda de mi juventud que
recuerdo con mayor admiración es Agustín Tosco. La épica de su breve historia
crece en contraste con ciertas imposturas que tiñen hoy su legado moral y lo
reducen a un eslogan publicitario.
Secretario general del
Sindicato de Luz y Fuerza de Córdoba en los años 70, "El Gringo", era
un tótem para la izquierda no peronista en aquellos tiempos de furia. Gigantón,
delgado, de rasgos europeos, su estampa parecía emerger de una postal de la
Revolución Francesa. Solía encabezar las marchas obreras
enfundado en su mameluco de operario raso; trabajaba por la mañana en la
Empresa Provincial de Energía Eléctrica (EPEC) e iba al sindicato por la tarde;
vivía en una casa modesta y se había criado en un hogar de clase media baja con
piso de tierra, pero donde jamás faltó una biblioteca. Era un obrero ilustrado.
Tosco abrevó en el marxismo,
pero no era mesiánico. Así como se enfrentó como pocos con José Ignacio Rucci,
líder de la CGT nacional y emblema de la denominada "burocracia
sindical", no dudó en condenar enérgicamente su asesinato cuando un
comando montonero lo acribilló, el 25 de septiembre de 1973, para escarmentar a
Juan Domingo Perón. Tampoco aceptó plegarse a la fuga de partisanos presos
junto a él en la cárcel de Trelew, en 1972 (y que terminó en una masacre
perpetrada por las fuerzas de seguridad), porque no creía en las "acciones
aisladas de las masas". Aunque trataron de seducirlo muchas veces, rechazó
con énfasis a los grupos terroristas de izquierda. La última vez que lo hizo
fue cuando, ya gravemente enfermo, el ERP (brazo armado del PRT, Partido
Revolucionario del Pueblo) ofreció trasladarlo a un hospital de campaña en el monte
tucumano, donde esa facción insurgente había instalado su cabecera de playa
para "la toma del poder".
Sorpresivamente, la imagen del líder gremial combativo
volvió en los últimos tiempos a la escena pública en boca de Máximo K. durante una sesión de la Cámara de Diputados.
El hijo de la vicepresidente tuvo al menos la prudencia de advertir que hacía
la invocación gracias a la ayuda de "compañeros y compañeras" que
siempre tratan de "desasnarme".
La aclaración parece imprescindible, ya que unir a Tosco con las prácticas
políticas del kirchnerismo resulta, como mínimo, una brutalidad
Pretender
la utilización de la corta vida del legendario dirigente del Cordobazo (murió a los 45 años por una enfermedad encefálica,
en la clandestinidad, el 15 de noviembre de 1975) para alimentar la mística de un
conglomerado de activistas rentados, algunos de ellos dueños de
fortunas injustificables, muchachones más afectos a la rosca que a la
ilustración, es en realidad un contundente ejemplo de maniqueísmo utilitario. Relato insustancial.
Mucho más absurdo resulta ese
maridaje retórico con el clasismo proletario,
en estos días en que ha trascendido la renovada alianza del hijo del poder con
Hugo y Pablo Moyano para escarmentar al gobierno de la ciudad de Buenos Aires. Unir el
ideario de Tosco con este tipo de prácticas mafiosas solo es posible en cabezas
disociadas. Que los militantes tomen en
serio esa alquimia discursiva, solo puede atribuirse a carencias afectivas.
Tuve la oportunidad de
conocer a Tosco apenas un mes antes de su muerte. Con captura recomendada por
una Justicia dócil al poder de turno (el tercer gobierno peronista gobernó de 1973 a 1976 casi por
completo bajo leyes de excepción), sentenciado a muerte por el "Comando
Libertadores de América", versión cordobesa de la sangrienta "Triple
A", El Gringo se alojó por unas horas en nuestro pequeño departamento
familiar de la calle Rivadavia y Pichincha. Había llegado, camuflado con una
peluca, un rato antes a la estación Retiro junto a grupo de dirigentes de su
gremio, entre los que se encontraba mi amigo Alberto Caffaratti -secuestrado y
asesinado pocos meses después- para ser atendido en secreto por médicos del
Partido Comunista.
Luego de un fugaz e
improvisado almuerzo preparado por mi madre, mantuve una amena charla a solas
con aquel "pasajero" en fuga. Aunque sufría de jaquecas que lo
enceguecían, se mostró interesado en saber mi opinión sobre la situación
política del país, me consultó sobre los libros que poblaban la biblioteca de
mi cuarto y acerca de la vida universitaria que entonces yo transitaba. Entendí
que, en realidad, no quería -o no podía- quedarse dormido a pesar de que se lo
notaba agobiado y débil.
Mi impactó su enorme
curiosidad. Pero mucho más, su humildad casi monacal. Cuando sus compañeros se
lo llevaron por fin de aquel improvisado refugio, no tuve tiempo de procesar el
significado de la insólita visita. Ni siquiera de los riesgos que había corrido
mi familia: la Argentina se había
transformado en un lodazal de sangre y yo había albergado a uno de los hombres
más buscados del país. La mayoría de aquellos sindicalistas que acompañaron
ese día al dirigente cordobés fueron detenidos o secuestrados en el horrible
verano de 1975-1976. La cacería se desató dos meses después de enterrar a
Tosco, luego de trasladar su cadáver en un auto particular -simulando que era
un acompañante- desde Buenos Aires, lugar en el que falleció (aunque su
certificado de defunción diga otra cosa), hasta la capital cordobesa. En el
sepelio, al que concurrieron unas diez mil personas, quedó registrada otra
imagen del país bárbaro: una brutal represión policial obligó a sus compañeros
a esconder el cuerpo en un panteón extraño hasta que, finalmente, se le dio
furtiva sepultura en los días posteriores.
Un año antes, el Consejo Superior
del Movimiento Nacional Justicialista (MNJ) había emitido precisas
"Directivas" para enfrentar "la guerra desencadenada contra
nuestras organizaciones y dirigentes por los grupos marxistas, terroristas y
subversivos".
La noche había comenzado a cerrarse.
La biografía de los hombres
públicos se construye con tiempo. Cualquier intento por apresurar el paso de la
Historia estará contaminado por las pasiones, los partidismos y las
mezquindades.
Tosco fue un actor importante
de un momento de inusitado vértigo político y social. Acorralado por la
violencia demencial que trataba de arrastrarlo hacia el molino de los
iluminados y vanguardistas, perseguido y encarcelado muchas veces, en minoría
frente a una dirigencia gremial que lo consideraba un cuerpo extraño, supo sin
embargo tender puentes hacia la política con amplitud: en las pocas horas que
estuvo en mi casa, a una de las personas que aguardaba contactar con mayor
ansiedad era al entonces senador radical Hipólito Solari Yrigoyen, a quien
consideraba su amigo.
Su figura puede ser
controversial. ¿Cuál no la es de esa Argentina desgarrada de los años de plomo?
Sin embargo, si pasa la
prueba del olvido, su imagen se parecerá más, seguramente, a la que pintó en
imponente retrato el artista Juan Carlos Castagnino, la del guerrero insumiso que soportó con
dignidad los barrotes de la cárcel y la oscuridad de su final, que a la que los
farsantes posmodernos pretenden usurpar para alimentar su proyecto autoritario.
** Periodista. Miembro del
Club Político Argentino