A las 8.15
del 6 de agosto de 1945, el #EnolaGay arrojó su "Little Boy" sobre la
ciudad nipona, causando 100 mil muertes en nueve segundos. Recién entonces,
Japón aceptó firmar su rendición incondicional y así ponerle fin a la Segunda Guerra
Mundial
El origen se
le atribuye a una carta enviada por Albert Einstein a Franklin D. Roosevelten agosto de 1939. Hablaba de una
nueva bomba, extremadamente poderosa, desconocida. La capacidad de destrucción
de esa bomba era inimaginable. En manos de Adolf Hitler podía
ser muy peligrosa.
Roosevelt, tras leer la carta, puso en marcha el Proyecto Manhattan, con seis mil dólares de capital
inicial. La clave estaba en la fisión nuclear. Los científicos estadounidenses
tardaron dos años en convencerse de la posibilidad de crear un arma atómica.
Comunicado el dictamen al presidente Roosevelt, éste le asignó al proyecto un
presupuesto considerable.
Era el 6 de diciembre de 1941. Al
día siguiente, Japón bombardeaba Pearl Harbor.
Se reclutaron científicos y técnicos de todo el mundo. Varios
premios Nobel integraban la lista. En la dirección científica del Proyecto
Manhattan fue nombrado Robert Oppenheimer. El
2 de diciembre de 1942, el italiano Enrico Fermi dividió
un átomo de uranio y liberó neutrones, los cuales, a su vez, pueden dividirse
en más átomos de uranio:la reacción en cadena. Ese
fue el primer gran logro. De ahí en adelante, los científicos fueron
resolviendo los diversos problemas que presentaba la creación de la bomba.
El presupuesto se incrementaba. Todos los recursos para crear la "súper-bomba". En Los Alamos fundaron una
ciudad en miniatura para los 6 mil científicos y técnicos (y sus familias)
que trabajaban en el proyecto. El principal motivo de la elección del lugar era
claro: la seguridad. La
lejanía de Los Alamos de otras poblaciones impedía filtraciones de la
información y si existía algún accidente nuclear nadie más se vería afectado.
El dinero recayó con constancia en las arcas del Proyecto Manhattan. A comienzos de 1945, Roosevelt ya llevaba gastados 2 mil
millones de dólares en su arma secreta.
Pero la carrera de la bomba atómica no
era sólo científica. Alemania tambaleaba en
Europa, para cuando en 1944 los servicios de inteligencia norteamericanos
tuvieron la certeza que los físicos de Hitler no estaban construyendo la bomba
atómica. La información se filtró en Los Alamos. Las discusiones entre los
físicos versaban sobre si debían continuar con el proyecto o no, dada la nueva
situación. El poder político desoyó estas objeciones y ordenó seguir adelante.
La comandancia militar constituyó el cuerpo 509, al mando de Paul Tibbets, quien reclutó a los mejores hombres de las
fuerzas armadas norteamericanas para su nueva unidad. Ellos iban a ser los encargados de arrojar la bomba atómica.
El Proyecto
Manhattan era confidencial. Muy
poca gente sabía de él. Roosevelt y unos pocos más. Dentro de los que no sabían
estaba Harry S. Truman,
vicepresidente de Roosevelt, y presidente de Estados Unidos a la muerte de
éste. A los pocos días de asumir la primera magistratura le informaron de
la existencia de Los Alamos y de su producción.
Con Alemania derrotada y Japón muy debilitada, muchos de los
implicados expresaron su reticencia al uso de la bomba, dado su poder
destructor. Ellos trabajaban en oposición a Hitler. Se había disipado el temor
a que él dispusiera la bomba antes que ellos y sojuzgará al mundo. Se tenía la
certeza de que Japón no contaba ni con los recursos humanos ni científicos para
crear un arma similar. Se sugirió un plan alternativo. Convocar científicos
japoneses y veedores imparciales para hacerles una demostración en algún punto
despoblado. Esa demostración debía tener, sostenían, la suficiente fuerza
persuasiva para obtener la rendición japonesa. La idea no tuvo aceptación.
De todos modos, la prueba se hizo. Fue el 16 de julio de 1945. Fue
en Alamogordo, Nueva México. Robert Oppenheimer,
otros científicos y mandos militares se ubicaron a 9 kilómetros del lugar
en el que la bomba haría impacto. La explosión los sobrecogió. Por unos
segundos quedaron cegados. El estruendo fue aterrador.
El hongo de tierra y fuego se elevó
hasta el cielo. Nadie había visto nunca algo similar. Algunos pensaron que la
bomba había penetrado la corteza de la Tierra.
Oppenheimer comenzó a hablar en voz alta. Los demás tardaron unos
segundos en entender lo que decía. Estaba recitando un fragmento del libro
sagrado de los hindúes, el Bhagavad-Gita: "El Todopoderoso abrió
las puertas del cielo y la luz de mil soles cantó a coro:/ Yo soy la Muerte,/ el fin de todos
los tiempos". Esas líneas, que algunos dicen que en realidad
fueron recordadas por Oppenheimer muchos años después del lanzamiento de la
bomba atómica, encierran el dilema ético
con el que convivió el científico a lo largo de su vida.
Su hermano Frank, también científico, recordó que Robert había
tenido una reacción menos poética y más prosaica. Al ver la impactante
explosión habría gritado, con entusiasmo: "¡Funcionó!".
Es comprensible. Años dedicados exclusivamente a esa obra, la gente a su cargo,
la guerra, la carrera para fabricar la bomba antes que los nazis, las presiones
y el desafío científico… Toda la física de los últimos 300 años convergía en
ese momento. Era para ellos una hazaña científica. El desafío había sido
superado.
Albert Einstein escribió otra carta al presidente de Estados
Unidos, 6 años después de la primera: "Toda posible
ventaja militar que Estados Unidos pudiese conseguir con las armas nucleares
quedará totalmente oscurecida por las pérdidas psicológicas y políticas, así
como por los daños causados al prestigio del país. Podría incluso provocar una
carrera armamentística mundial".
A esta carta, a diferencia de la primera, no le hicieron caso. En poco más de un lustro,
parecía, Einstein había perdido todo su poder de persuasión.
Al día
siguiente de la prueba en Alamogordo, la bomba fue embarcada
en el crucero de guerra Indianápolis (fue hundido en su
viaje de regreso de Tinian; falleció un 75% de su tripulación). Debía
transportarla hasta Tinian, la base norteamericana más importante del Pacífico.
Allí sería cargada en el B- 29 de Tibbets, al que éste había bautizado Enola Gay, el nombre de su madre.
La bomba sobre Hiroshima
Hasta último momento no se había
decidido sobre qué ciudad el Enola Gay lanzaría su carga mortífera. Había cuatro posibilidades: Kokura, Hiroshima,
Niigata y Kyoto. La primera opción había sido Kyoto.
Las ciudades debían poseer un requisito
indispensable para integrar esta lista. No haber sufrido antes bombardeo alguno. Debía quedar en
evidencia el colosal poder destructor de la nueva bomba, sin que existiera duda
alguna. Ciudades impolutas para sucumbir bajo su poder.
Que ningún otro se atribuyera el mérito de hacer desaparecer una ciudad.
Hiroshima no había recibido bombardeos
en toda la guerra. Sólo una pasada de dos
aviones que habían dejado caer una bomba cada uno. La primera cayó al agua; la
segunda produjo dos muertos. Los habitantes de Hiroshima se consideraban
afortunados. Por la ciudad circulaban los más disparatados rumores sobre las
causas de esa inmunidad. Desde que una vez acabada la guerra, los
norteamericanos instalarían allí sus fuerzas hasta que la madre del presidente
había visitado Japón en su juventud y había quedado prendada por la belleza de
esa pequeña ciudad.
Las autoridades militares de Hiroshima descreían de estas
supersticiones. Sabían que si la guerra se prolongaba, caerían bajo las
generales de la ley: serían atacados con bombas incendiarias, la novedad
introducida desde los ataques aéreos a Tokio. El napalm: ideal para
destruir las ciudades japonesas, abundantes en papel y madera. El
temor principal era la propagación del fuego. Ordenaron construir caminos
cortafuegos. Para eso debían derribar numerosas casas. La abnegación japonesa
salió, una vez más, a la luz. Nadie se opuso. La gente perdía sus viviendas en
miras al bien común. Cada mañana miles de alumnas secundarias recogían los
escombros de las veredas y las despejaban.
En la madrugada del 6 de agosto, un avión sobrevoló el cielo de
Hiroshima. Sonó, como casi todas las madrugadas del último mes, la alarma
antiaérea. Nadie se preocupó en demasía. Era un B-san (Señor B), como los
japoneses llamaban a los B-29. Sólo uno. Pero ese B-29 no era uno más. Era el
Straight Flush comandado por Claude Eatherly,
integrante del cuerpo 509.
Eatherly debía hacer la ruta que sólo
una hora después haría el Enola Gay y comprobar las condiciones metereológicas. Desde el cielo, la ciudad se veía con prístina claridad. Eso
informó Eatherly.
El Enola Gay continuó su marcha con confiada tranquilidad. Little Boy (el nombre con el que habían apodado a la bomba atómica)
esperaba ser lanzada. Una hora después el Enola Gay ya
sobrevolaba Hiroshima.
Eran las 8.15 del 6 de agosto de 1945. El último minuto de una
era.
Sesenta segundos después comenzaba la
era atómica. Con la muerte instantánea de
más de cien mil personas. Cien mil muertos en
nueve segundos. El setenta por ciento de las viviendas absolutamente
destruidas. Sesenta mil heridos de gravedad. La gran mayoría de ellos murió en
los días y meses subsiguientes como consecuencia de la explosión atómica.
Testimonios del horror
En el diario de navegación, Robert Lewis,
tripulante del Enola Gay, escribió apenas vio el hongo formarse en el horizonte: "¡Dios mío! ¿Qué hemos hecho?". Un
sobreviviente japonés, Makiko Kada,
muchos años después, testimonió ante Tomás Eloy Martínez:
"El sol se hizo pedazos y cayó. El cielo, que siempre me había parecido
tan lejano, quedó sin el sostén que le daba el sol y se vino abajo casi al
mismo tiempo. La luz creció tanto que no pudo soportarlo. De modo que la luz también murió aquel día".
Doce horas
más tarde, el presidente Harry S. Truman expresó en un mensaje emitido por la
radio: "Un avión norteamericano lanzó una bomba sobre Hiroshima
inutilizándola. Los japoneses comenzaron
la guerra por el aire en Pearl Harbor. Han sido correspondidos sobradamente.
Este no es el final. Si no aceptan las condiciones pueden esperar una lluvia de
fuego que sembrará más ruinas que todas las hasta ahora vistas sobre la
tierra".
Nada quedó con vida a un kilómetro y
medio a la redonda del epicentro de la explosión. Ni siquiera vestigios. Todo se evaporó. Todo quedó convertido en
polvo radiactivo. Las personas se
desintegraron. No quedaron restos que identificar.Sopladas por
la onda expansiva, la imagen de alguien quedó grabada en el pavimento
agrietado. La bomba atómica iguala a las cosas con los seres humanos: lo
(mucho) que queda a su alcance reducido a la nada.
Los sobrevivientes se olvidaron de sus pertenencias, de sus casas
derruidas. Buscaban infructuosamente a sus familiares. A los que encontraban
con vida, después de remover trabajosamente los escombros, les tendían la mano
para extraerlos de las ruinas. La operación se complicaba. La piel de los brazos se les desprendía como la cáscara de una
mandarina. Las quemaduras eran atroces. Presentaban
también una mutación alarmante: en pocas horas pasaban del amarillo al
rojo para terminar negras, supurantes y hediondas.
Casi todos los centros de atención médica de la ciudad quedaron
inutilizados. Sólo un diez por ciento de los médicos estuvieron en condiciones de
atender pacientes, la fila más larga de pacientes de la historia de la
humanidad.
Un hibakusha (personas afectadas por una explosión: los japoneses evitan
llamarse sobrevivientes) le transmitió al periodista John Hersey una
imagen patética -una de las tantas- que presenció: "Entre los arbustos
había 20 hombres, todos en el mismo estado de pesadilla: sus caras completamente quemadas, las cuencas de sus ojos huecas y el
fluido de los ojos derretidos resbalando por sus mejillas (debieron
de estar mirando hacia arriba cuando estalló la bomba; tal vez fueran personal
antiaéreo). Sus bocas no eran más que heridas hinchadas y cubiertas de pus, que
no soportaban abrir la necesario para recibir el pico de una tetera". Estos 20
hombres estaban a más de tres kilómetros del lugar donde impactó la bomba.
Un cronograma horroroso: horas después de los que perecieron
en el momento del impacto, comenzaron a fallecer aquellos que habían sufrido
heridas gravísimas, días más tarde quedaron en el camino los que habían sido
invadidos por las quemaduras. Cuando todos pensaron que lo peor había pasado,
alrededor de un mes después de la bomba, muchos de aquellos que
habían quedado ilesos de la explosión fueron invadidos por extraños síntomas:
pérdida del pelo, vómitos, diarreas, sangrado espontáneo, las heridas que
habían cicatrizado se abrían de nuevo, fiebres superiores a los 41 grados.
La radiación comenzaba a surtir efecto. Su lenta demolición. Una
nueva ola de muertes sobrevino.
Para los japoneses, el culto a los muertos reviste gran
importancia. Cremarlos y brindarles una conservación de acuerdo al rito. El
cuidado de los muertos implica una responsabilidad moral más importante que el
cuidado de los vivos. En Hiroshima se procuraba identificar a los muertos a
pesar de las dificultades. Crearon una cuadrilla a
cargo de los cadáveres. Su tarea era llevarlos a las fueras de lo que había
sido la ciudad. Habían diseñado unas piras con la madera de las casas
destruidas. Allí los cremaban. Colocaban las cenizas en
sobres para placas radiológicas y los rotulaban con el nombre del muerto. Los
apilaban por orden alfabético. Los sobres-urnas los colocaban
en una oficina municipal que había quedado en pie. En pocos días, las pilas
cubrieron una pared entera de esa oficina.
Estados Unidos, hasta la bomba de Hiroshima, estaba ganando la guerra.
Las defensas japonesas eran endebles. Sus recursos se estaban agotando. En la Conferencia de Postdam
le dieron un ultimatum. Se anunciaba -prometía- "la inevitable y
completa destrucción de las fuerzas armadas japonesas e inevitablemente la
devastación del suelo japonés".
Los rusos atacaron Japón para darle más verosimilitud a la
declaración. Si bien públicamente Japón rechazó el ultimatum, en los días
previos al lanzamiento, existieron contactos por parte del Japón para finalizar
la guerra. Aunque el sector duro del ejército insistía en luchar hasta morir.
Japón ofrecía la capitulación con condiciones: mantener la institución
imperial, que no hubiera ocupación, que los japoneses dirigieran el propio
desarme y juzgaran los crímenes de guerra de sus hombres. Estados Unidos exigía
la capitulación incondicional.
Truman anotaría en su diario: "Telegrama del
emperador japonés pidiendo la paz. Parece que los japoneses se rendirán antes
de la entrada de Rusia. Estoy seguro que lo harán cuando Manhattan aparezca
sobre su patria".
En Japón, al principio, no creían que lo que su enemigo había
lanzado fuera una bomba atómica. Pensaban que no tenían la tecnología y que en
caso de tenerla era imposible trasladarla hasta el Pacífico. Cuando los
primeros veedores y especialistas llegaron a Hiroshima, cambiaron de opinión.
Alguno sostuvo: "Prácticamente
todas las cosas vivas, humanos y animales, se quemaron hasta la muerte".
Estados
Unidos, después de Hiroshima y Nagasaki, aceptó la capitulación japonesa.
Mantenía la figura del emperador y a Hiroito le
aseguran impunidad en el juzgamiento por los crímenes de guerra (no así a su
estado mayor).
Estados Unidos deseaba vencer. Pero no sólo eso. Querían brindarle un escarmiento fenomenal a su enemigo, mantener un
predominio político para después de finalizada la guerra y enviar un mensaje
contundente sobre su poderío al resto de las naciones del mundo.
De acuerdo a los compromisos que Winston Churchill,
Roosevelt y Iósif Stalin habían asumido en Yalta, la Unión Soviética
debía declararle la guerra a Japón en menos de dos meses. Esa declaración de
guerra llegó a principios de agosto. Estados Unidos había luchado demasiado
como para tener que compartir el Pacífico con las fuerzas de Stalin. Que el
mundo lo supiera: a Japón lo derrotaban ellos. Sin intervención de nadie. La Unión Soviética y
Stalin también recibían su mensaje.
Las fuerzas armadas japonesas no deseaban la rendición
incondicional. Preferían seguir luchando. Aun cuando no tuvieran chances reales
de triunfar. Pelear hasta morir. Del otro lado del mundo, coincidían en algo.
El fin de la confrontación no debía llegar por vía diplomática. Los militares
norteamericanos sostenían que ellos eran los que habían peleado. En el campo de
batalla habían inclinado la balanza hacia su lado. Los políticos no merecían
mayores méritos. La guerra tenía, para ellos, un solo final lógico. La
confrontación directa. En términos militares. Con sus medios: los bélicos.
La bomba se había construido como defensa ante el nazismo. Se
utilizó para atacar a Japón. Sirvió para ajustar cuentas. La humillación de Pearl Harbor había sido vengada.La
conducta de quienes gobiernan, de los que rigen sobre la vida de la gente, no
siempre se rige por la justicia.
Luego del lanzamiento, Truman (y con él todas las voces oficiales)
argumentó que gracias a la bomba
atómica se habían salvado un millón de vidas de soldados norteamericanos.
Un argumento de demostración imposible. Las muertes probables contra las
muertes efectivas.
Los grandes criminales del Siglo XX han sido los estados
totalitarios. Con sus metodologías crueles, sistemáticas en sus modos de matar.
El gas, el frío, el hambre, los fusilamientos. El país que representa a
Occidente, el que hace de la libertad su credo, mató en segundos ciento de
miles de personas. Hiroshima y Nagasaki. Dos veces con sólo tres días de
diferencia.
Estados
Unidos, después de Hiroshima y Nagasaki, aceptó la capitulación japonesa.
Mantenía la figura del emperador y a Hiroito le
aseguran impunidad en el juzgamiento por los crímenes de guerra (no así a su
estado mayor).
Estados Unidos deseaba vencer. Pero no sólo eso. Querían brindarle un escarmiento fenomenal a su enemigo, mantener un
predominio político para después de finalizada la guerra y enviar un mensaje
contundente sobre su poderío al resto de las naciones del mundo.
De acuerdo a los compromisos que Winston Churchill,
Roosevelt y Iósif Stalin habían asumido en Yalta, la Unión Soviética
debía declararle la guerra a Japón en menos de dos meses. Esa declaración de
guerra llegó a principios de agosto. Estados Unidos había luchado demasiado
como para tener que compartir el Pacífico con las fuerzas de Stalin. Que el
mundo lo supiera: a Japón lo derrotaban ellos. Sin intervención de nadie. La Unión Soviética y
Stalin también recibían su mensaje.
Las fuerzas armadas japonesas no deseaban la rendición incondicional.
Preferían seguir luchando. Aun cuando no tuvieran chances reales de triunfar.
Pelear hasta morir. Del otro lado del mundo, coincidían en algo. El fin de la
confrontación no debía llegar por vía diplomática. Los militares
norteamericanos sostenían que ellos eran los que habían peleado. En el campo de
batalla habían inclinado la balanza hacia su lado. Los políticos no merecían
mayores méritos. La guerra tenía, para ellos, un solo final lógico. La
confrontación directa. En términos militares. Con sus medios: los bélicos.
La bomba se había construido como defensa ante el nazismo. Se
utilizó para atacar a Japón. Sirvió para ajustar cuentas. La humillación de Pearl Harbor había sido vengada.La
conducta de quienes gobiernan, de los que rigen sobre la vida de la gente, no
siempre se rige por la justicia.
Luego del lanzamiento, Truman (y con él todas las voces oficiales)
argumentó que gracias a la bomba
atómica se habían salvado un millón de vidas de soldados norteamericanos.
Un argumento de demostración imposible. Las muertes probables contra las
muertes efectivas.
Los grandes criminales del Siglo XX han sido los estados
totalitarios. Con sus metodologías crueles, sistemáticas en sus modos de matar.
El gas, el frío, el hambre, los fusilamientos. El país que representa a
Occidente, el que hace de la libertad su credo, mató en segundos ciento de
miles de personas. Hiroshima y Nagasaki. Dos veces con sólo tres días de
diferencia.
Tzevetan
Todorov escribió: "El totalitarismo
puede parecernos, con razón, el imperio del mal; de ello no se sigue en
absoluto que la democracia encarne, siempre y en todas partes, el reino del
bien".
No hubo últimas palabras en Hiroshima. Ni gestos heroicos. Ni
últimas voluntades. No hubo oportunidad. La destrucción los invadió de la nada.
Mientras alimentaban a sus hijos, mientras estudiaban, mientras trabajaban o
mientras dormían.
Era la nueva muerte, la de la era atómica. Anónima, masiva,
instantánea.
© por Matías Bauso /INFOBAE