El avance de la tecnología promete automatizar tareas que muchos
consideran inútiles. ¿Están las personas listas para aceptar estos cambios en
sus empleos?
Cuando Brad Wang empezó su primer trabajo en el sector tecnológico,
justo después de la universidad, se maravilló de cómo Silicon Valley había
convertido la monotonía del lugar de trabajo en una suntuosidad de salas de
juegos, cabinas de siesta y frondosas rutas de senderismo. Eso es lo que debía
sentir un invitado a una fiesta en casa de Jay Gatsby, pensó Wang.
Pero bajo la ostentación había una especie de vacío. Pasó de un puesto
de ingeniero de software a otro, trabajando en proyectos que, en su opinión,
carecían de sentido. En Google, trabajó durante quince meses en una iniciativa
que sus superiores decidieron mantener aunque sabían que nunca se pondría en
marcha. Luego pasó más de un año en Facebook en un producto cuyo principal
cliente llegó a describir a los ingenieros como inútil.
Con el tiempo, la inutilidad de su trabajo empezó a molestar a Wang:
"Es como hornear un pastel que va directo al bote de la basura".
La oficina corporativa y su papeleo tienen una manera de convertir
incluso los trabajos al parecer buenos —los que ofrecen salarios y prestaciones
decentes y se desarrollan detrás de teclados ergonómicos en un ambiente
confortable y climatizado— en una monotonía que aprieta el alma.
En 2013, el ya fallecido antropólogo radical David Graeber dio al mundo
una forma distinta de pensar sobre este problema en un ensayo titulado “Sobre
el fenómeno de los trabajos de mierda”. Esta polémica anticapitalista del
hombre que había ayudado a acuñar el icónico lema “99 por ciento” de Occupy
Wall Street se hizo viral, al parecer hablando de una frustración ampliamente
sentida en el siglo XXI. Graeber lo convirtió en un libro que profundizaba en
el tema.
Sugirió que el sueño del economista John Maynard Keynes de una semana
laboral de quince horas nunca se había hecho realidad porque los seres humanos
han inventado millones de trabajos tan inútiles que ni siquiera las personas
que los realizan pueden justificar su existencia. Una cuarta parte de la
población activa de los países ricos considera que su trabajo podría ser
inútil, según un estudio de los economistas holandeses Robert Dur y Max van
Lent. Si los trabajadores consideran que su trabajo es desalentador y no aporta
nada a la sociedad, ¿cuál es el argumento para mantener esos empleos?
El interés de esta cuestión ha aumentado con el avance de la
inteligencia artificial, que trae consigo el espectro del desplazamiento
laboral. Según una estimación reciente de Goldman Sachs, la IA generativa
podría llegar a automatizar actividades equivalentes a unos 300 millones de
empleos de tiempo completo en todo el mundo, muchos de ellos en puestos de
oficina como administradores y mandos intermedios.
Cuando imaginamos un futuro en el que la tecnología sustituye el
esfuerzo humano, tendemos a pensar en dos extremos: como una bonanza de
productividad para las empresas y un desastre para los humanos que quedarán
obsoletos.
Sin embargo, entre estos dos escenarios, existe la posibilidad de que la
IA acabe con algunos trabajos que los propios trabajadores consideran sin
sentido e incluso psicológicamente degradantes. Si así fuera, ¿estarían mejor
estos trabajadores?
LACAYOS, MATONES Y MARCADORES DE CASILLAS
La forma en que los investigadores hablan de la IA puede sonar a veces
como la de un director de recursos humanos que evalúa al becario optimista de
verano: ¡muestra ser tremendamente prometedor! Es evidente que la IA puede
hacer bastantes cosas —imitar a Shakespeare, depurar códigos; enviar correos
electrónicos, leer correos electrónicos—, aunque no está nada claro hasta dónde
llegará ni qué consecuencias tendrá.
Los robots son expertos en el reconocimiento de patrones, lo que
significa que sobresalen en la aplicación de la misma solución de un problema
una y otra vez: redacción de textos, revisión de documentos legales, traducción
entre idiomas. Cuando los humanos hacen algo hasta la saciedad, se les ponen
los ojos vidriosos y cometen errores; los chatbots no experimentan hastío.
Estas tareas tienden a traslaparse con algunas de las analizadas en el
libro de Graeber, quien identificó categorías de trabajo inútil, como los
“lacayos”, a los que se paga para que la gente rica e importante parezca más
rica e importante; los “matones”, a los que se contrata para puestos que solo
existen porque las empresas de la competencia crearon funciones similares; y
los “marcadores de casillas”, que son, hay que reconocerlo, subjetivos.
Tratando de hacer más útil la designación, algunos economistas la han mejorado:
empleos que los propios trabajadores consideran inútiles y que producen un
trabajo que podría evaporarse mañana sin ningún efecto real en el mundo.
Un candidato evidente para la automatización “lacaya” es el asistente
ejecutivo. IBM ya permite a los usuarios crear sus propios asistentes de IA. En
Gmail, los escritores ya no tienen que redactar sus propias respuestas, porque
la respuesta automática genera opciones como “sí, eso está bien”. La IA promete
incluso hacerse cargo de la logística personal: la empresa emergente de IA
Duckbill utiliza una combinación de IA y asistentes humanos para eliminar por
completo la lista de tareas pendientes, desde la devolución de compras hasta la
compra del regalo de cumpleaños de un niño, tareas que antes se dejaban en
manos de las recepcionistas en la época de “Mad Men”.
En opinión de Graeber, el telemarketing, otra área que la IA está
superando, es un trabajo de “matones”, porque los trabajadores suelen vender
productos que saben que los clientes no quieren o no necesitan. Los chatbots
son buenos en esto porque no les importa si la tarea es satisfactoria o si los
clientes son hoscos. Los centros de llamadas como el de AT&T ya están
utilizando IA para programar las llamadas con los representantes de atención al
cliente, lo que ha hecho que algunos de esos representantes se sientan como si
estuvieran capacitando a sus propios sustitutos.
Los trabajos de ingeniería de software pueden inclinarse hacia el
territorio de “marcar casillas”. Eso fue lo que sintió Wang cuando escribió
líneas de código que no se pusieron en marcha. En su opinión, la única función
de este trabajo era ayudar a sus jefes a ascender. Es muy consciente de que
gran parte de este trabajo podría automatizarse.
Pero sin importar que estos trabajos proporcionen o no un sentido
existencial, sí proporcionan salarios confiables. Muchos de los trabajos sin
sentido que la IA podría sustituir han abierto tradicionalmente estos campos de
cuello blanco a personas que necesitan oportunidades y formación, sirviendo
como aceleradores de la movilidad de clase: asistentes jurídicos, secretarias,
auxiliares. A los economistas les preocupa que, cuando esos empleos
desaparezcan, quienes los sustituyan traigan consigo salarios más bajos, menos
oportunidades de ascender profesionalmente y... aún menos sentido.
“Incluso si adoptamos el punto de vista de Graeber sobre esos empleos,
debería preocuparnos su eliminación”, afirmó Simon Johnson, economista del
Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, por su sigla en inglés). “Es el
hundimiento de la clase media”.
UNA ‘CRISIS DE IDENTIDAD A NIVEL DE ESPECIE’
Es casi imposible imaginar cómo será el mercado laboral a medida que la
IA mejore y transforme nuestros lugares de trabajo y nuestra economía. Pero
muchos trabajadores expulsados de sus empleos sin sentido por la IA podrían
encontrar nuevas funciones que surjan a través del proceso de automatización.
Es un cuento viejo: a lo largo de la historia, la tecnología ha compensado la
pérdida de puestos de trabajo con la creación de otros nuevos.
Los coches de caballos fueron sustituidos por automóviles, que crearon
puestos de trabajo no solo en las cadenas de montaje de automóviles, sino
también en la venta de autos y en las gasolineras. La informática personal
eliminó cerca de 3,5 millones de puestos de trabajo, y luego creó una enorme
industria e incentivó muchas otras, ninguna de las cuales podría haberse
imaginado hace un siglo, dejando claro por qué la predicción de Keynes en 1930
de semanas laborales de quince horas parece tan lejana.
Kevin Kelly, cofundador de Wired y autor de numerosos libros sobre
tecnología, se mostró optimista sobre el efecto de la IA en el trabajo sin
sentido. Dijo que lo creía en parte porque los trabajadores podrían empezar a
plantearse cuestiones más profundas sobre qué es un buen trabajo.
“Puede hacer que ciertas actividades tengan menos sentido del que tenían
antes”, afirmó Kelly. “Lo que eso lleva a hacer a la gente es seguir
cuestionándose: ‘¿Por qué estoy aquí? ¿Qué estoy haciendo? ¿De qué sirvo?’”.
“Son preguntas muy difíciles de responder, pero también muy importantes”,
añadió. “La crisis de identidad a nivel de especie que está promoviendo la IA
es algo bueno”.
Algunos estudiosos sugieren que las crisis provocadas por la
automatización podrían orientar a las personas hacia un trabajo socialmente más
valioso. El historiador holandés Rutger Bregman inició un movimiento de
“ambición moral” centrado en Holanda. Grupos de trabajadores de cuello blanco
que sienten que tienen trabajos sin sentido se reúnen de manera periódica para
animarse unos a otros a hacer algo que valga más la pena (siguen el modelo de
los círculos “Lean In” de Sheryl Sandberg). También hay una beca para 24
personas con ambición moral, que les paga por cambiar a empleos centrados
específicamente en la lucha contra la industria tabacalera o la promoción de
carnes sustentables.
“No empezamos con la pregunta: ‘¿Cuál es tu pasión?’”, dijo Bregman
sobre su movimiento de ambición moral. “Gandalf no le preguntó a Frodo: ‘¿Cuál
es tu pasión?’. Le dijo: ‘Esto es lo que hay que hacer’”.
Es probable que lo que haya que hacer en la era de la IA se oriente
menos hacia la carne sustentable y más hacia la supervisión, al menos a corto
plazo. Según David Autor, economista laboral del MIT especializado en
tecnología y empleo, es muy probable que los trabajos automatizados requieran
“niñeras de IA”. Las empresas contratarán a humanos para editar el trabajo que
haga la IA, ya sean revisiones legales o textos de mercadotecnia, y para
vigilar la propensión de la IA a “alucinar”.
Algunas personas se beneficiarán, sobre todo en trabajos en los que hay
una división clara del trabajo: la IA se encarga de proyectos fáciles y
repetitivos, mientras que los humanos se ocupan de los más complicados y
variables (Pensemos en radiología, donde la IA puede interpretar exploraciones
que se ajustan a patrones preestablecidos, mientras que los humanos tienen que
enfrentarse a exploraciones que no se parecen a decenas que la máquina haya
visto antes).
No obstante, en muchos otros casos, los humanos acabarán hojeando sin
pensar en busca de errores en una montaña de contenidos elaborados por la IA.
¿Ayudaría eso a aliviar la sensación de inutilidad? Supervisar el trabajo
pesado no promete ser mejor que hacerlo o en palabras de Autor: “Si la IA hace
el trabajo y la gente hace de niñera de la IA, se aburrirán como tontos”.
Según Autor, algunos de los trabajos que corren un riesgo más inmediato
de ser absorbidos por la IA son los que se basan en la empatía y la conexión
humanas. Esto se debe a que las máquinas no se desgastan por fingir empatía.
Pueden absorber bastante maltrato de los clientes.
Las nuevas funciones creadas para los humanos estarían desprovistas de
esa dificultad emocional, pero también de la alegría que conlleva. La socióloga
Allison Pugh estudió los efectos de la tecnología en profesiones empáticas como
la terapia o la capellanía, y llegó a la conclusión de que el “trabajo
conectivo” se ha degradado por el lento despliegue de la tecnología. Por
ejemplo, los dependientes de supermercados se dan cuenta de que, con la llegada
de los sistemas automatizados de caja a sus tiendas, han perdido las
conversaciones significativas con los clientes —que, según entienden, los
gerentes no priorizan— y ahora se quedan sobre todo con clientes exasperados
por las cajas automatizadas. Por eso, Pugh teme en parte que los nuevos empleos
creados por la IA tengan todavía menos sentido que los actuales
Incluso los optimistas de la tecnología como Kelly sostienen que los
empleos sin sentido son inevitables. Después de todo, la falta de sentido,
según la definición de Graeber, está en el ojo del trabajador.
Algunas personas buscarán nuevas funciones; otras podrían organizar sus
lugares de trabajo, intentando rehacer las partes de sus empleos que les
resultan más molestas y encontrando sentido en animar a sus compañeros. Algunos
buscarán soluciones económicas más amplias a los problemas con trabajo. Para
Graeber, por ejemplo, el ingreso básico universal era una respuesta; Sam
Altman, de OpenAI, también ha sido partidario de experimentar con un ingreso
garantizado.
En otras palabras, la IA magnifica y complica los problemas sociales
relacionados con el trabajo, pero no es un reajuste ni una panacea, y aunque la
tecnología transformará el trabajo, no puede desplazar los complicados
sentimientos de la gente hacia él.
Wang está convencido de que así sucederá en Silicon Valley. Predice que
la automatización del trabajo inútil hará que los ingenieros sean aún más
creativos a la hora de buscar sus ascensos. "Estos trabajos se basan en
vender una visión", afirmó. "Me temo que este es un problema que no
se puede automatizar".
Si los trabajadores consideran que su trabajo es desalentador y no
aporta nada a la sociedad, ¿cuál es el argumento para mantener estos empleos?
**Emma Goldberg ©The New York Times