sábado, 6 de octubre de 2018

Cómo es la base argentina que explora el universo



Viva estuvo en la Estación Malargüe, Mendoza, de la Agencia Espacial Europea. Será clave en una inminente misión a Mercurio. 
La antena DSA 3 se despereza como un gigante en la noche desértica. Apoyada en su base de hormigón, despliega sus articulaciones mecánicas y orienta su cabeza, un reflector de 35 metros de diámetro, hacia Marte, hacia la misión Mars Express, lanzada en junio de 2003, con la que intercambia información en este instante: a 74.702.289 km de distancia. La vemos iluminada de un verde fosforescente, bajo una vía láctea al alcance de la mano, parados a la intemperie, entre volcanes y la cordillera nevada. Qué importa la temperatura bajo cero: sobre nosotros, la luna plateada y el planeta rojo, lluvias de estrellas, satélites en órbita, lechuzas y murciélagos que revolotean entre los paneles del plato. Sacamos fotos con el teléfono: hay que alardear de que somos testigos privilegiados del vasto universo. Pero, zas, no podemos mandarlas por whatsapp. No, no hay caso. Acá no hay señal. El arte de arruinarnos los instantes mágicos.

La Estación de Seguimiento de Satélites de Malargüe de la ESA (Agencia Espacial Europea) es un sitio desde el que podés comunicarte con planetas remotos pero no con tu esposa (evitemos las alegorías); el punto donde confluyen la más sofisticada tecnología espacial y los puesteros con sus rebaños de chivitos: siglo XXI y siglo XIX. Está 45 km al sur de la ciudad de Malargüe, de 23.000 habitantes: desde ahí tomamos la ruta 40 y empalmamos con la 186; barro tal vez, piedras, sedimentos volcánicos, serruchos inhumanos; los riñones se agitan como maracas y los glúteos rebotan como viejas pelotas Pulpo. Parte del convenio firmado en 2009 entre la ESA y la Argentina incluía la pavimentación de esta ruta, por parte nuestra. Pero sólo vemos trabajadores viales en huelga, maquinarias varadas y después la nada.
A los saltos, Diego Pazos, director de operaciones satelitales de Telespazio Argentina, responsable del equipo de Mantenimiento y Operación de Malargüe, nos explica el funcionamiento de las antenas de espacio profundo –que permiten el contacto con misiones a más de 150.000.000 de kilómetros– y nos cuenta travesías más arduas por la 186. Una vez, un desperfecto mecánico de la 4x4 lo dejó al borde del camino. Mientras esperaba al auxilio, tuvo la pésima idea de tomar una piedra. Un alacrán le aguijoneó una mano. En la estación, se miró en un espejo: “Era el muñeco de Michelin”. Tuvieron que tratarlo de urgencia con corticoides.
La DSA 3 aparece en miniatura en el parabrisas y va creciendo. Mide 40 metros: la distancia y las montañas la empequeñecen. Y el volcán Malacara, enfrente, con manchas de lava que le dan un aire de cabeza veteada de caballo. “Está formalmente activo –explica Pazos, ingeniero, apicultor y músico de rock–. En la estación tenemos planes de contingencia y evacuación para cualquier tipo de actividad volcánica, cenizas volcánicas, sismos (la estructura de la antena está enclavada a 15 metros de profundidad, en el basalto volcánico, zona sísmica tipo 3), inundaciones, incendios, nevadas fuertes, granizo, vientos arrasadores. Estamos en un lugar salvaje y aislado. Tenemos que prever todo. Los hospitales quedan muy lejos; una ambulancia o un carro de bomberos tardarían horas. El único evento de fuego que tuvimos lo apagamos nosotros.”

Circulamos por el parque científico de 10 km de radio que rodea a la estación. Ahí está prohibida cualquier actividad –petrolera, minera, otras– que perturbe la función de la antena, operada desde Alemania junto con otras dos casi gemelas: la DSA 1, en Australia, y la DSA 2, en España. Entre las tres cubren los 360 grados de rotación de nuestro planeta y se combinan para explorar la galaxia. “Con Malargüe, que es la más difícil y remota, la ESA logró la independencia operativa para misiones Deep Space. Antes teníamos que utilizar estaciones de la NASA en estas longitudes”, nos dirá Marc Roubert, francés, ingeniero en mantenimiento de la ESA.

Pero eso será en un rato, porque ahora cruzamos la garita de entrada. El árido terreno de la estación, de apenas un kilómetro cuadrado, a 1.550 metros sobre el nivel del mar, está protegido por un cerco infrarrojo y circuitos cerrados de TV. Aunque el principal visitante, fuera de puesteros y animales salvajes, es el viento helado que a veces no permite caminar ni abrir puertas. Cuando sopla a menos de 120 km por hora, la antena se mantiene operable. No es raro que lo haga a 140 o 150, y que haya que llevar a la DSA 3 a una posición de resguardo. Cuando la nieve la congela –en invierno se llega a los 20 grados bajo cero–, hay que practicar otras maniobras.
Adentro, en un ambiente controlado, aséptico, futurista, con calefacción, nos reciben los seis argentinos y el italiano que forman el equipo de mantenimiento y operación. No hay mujeres: la única que visita la estación es una consultora en seguridad, higiene y medio ambiente. En los pasillos brillan imágenes de las misiones monitoreadas actualmente desde esta base, inaugurada en diciembre de 2012 a un costo de más de 50 millones euros. Entre otras, Mars Express (estudia la atmósfera y la geología de Marte), ExoMars (procura determinar si hubo vida en ese planeta) o Gaia (mide la posición exacta de millones de estrellas). La expectativa más inmediata está puesta en la BepiColombo, que será lanzada a Mercurio el 19 de octubre.
Pazos nos lleva a conocer el interior de la DSA 3, una especie de submarino. Nos habla de equipos que trabajan en altísima tensión, de ondas electromagnéticas de altísima potencia, de sistemas de refrigeración a altísima presión. Cuando le pedimos que abandone lo técnico, y nos diga qué sensaciones, qué reflexiones metafísicas o filosóficas le provoca el contacto con el espacio, contesta: “La verdad, somos muy fríos con eso. Sé que no es lo que quieren escuchar. Nos da lo mismo operar una misión a Marte, Venus o Mercurio. Nos motiva confirmar parámetros, seguir entrenándonos, estar en la cresta de la ola tecnológica. Acá vivimos hitos espaciales. Pero sólo hubo algarabía cuando Philae (módulo de aterrizaje de la sonda Rosetta) hizo landing en un cometa. Nuestro trabajo es recibir y emitir información, sin fallas.”

De pronto, junto a un panel metálico del que se extraen computadoras ultrachatas, Pazos lanza, amable pero firme: “Traten de no apoyarse en nada. Pueden parar la transmisión desde la sonda”. Entonces notamos que habíamos estado a punto de apoyarnos en una perilla roja de emergencia: los planes de contingencia no contemplaron la torpeza de los enviados de Viva. Y ahora hay que distender. Preguntamos, en broma: ¿Pagan mucho de luz? La respuesta es en serio y con la boleta de agosto en mano: 342.979 pesos. Tarifazo galáctico.
Nos salva la convocatoria al almuerzo. Una empresa gastronómica –en la estación no se cocina– mandó viandas con un lomo excelso y rusa. Hay opciones para vegetarianos o personas a dieta. Todo ideal, salvo unos gritos que quiebran el silencio de montaña. Es Horacio Pagani, desde un televisor, en Estudio fútbol. Alrededor de la mesa, activados por la crispación, los operadores también tienen sus polémicas, tamizadas por el humor y disueltas por el profesionalismo y el espíritu de equipo. Temas: política (hay grieta), fútbol (también, obvio), porteños vs. mendocinos y resto del mundo (el rechazo que causamos es planetario), argentinos vs. italiano (hasta lo sometieron a bullying de baja intensidad cuando Uruguay eliminó a Italia en el Mundial 2014, poniéndole La celeste, de Jamie Roos). A Pazos suelen esconderle su plato de Racing, que ahora es cedido al autor de esta nota, otro fanático del equipo de Avellaneda.

Cuando entramos en confianza pero no completamos la digestión, Guillermo Maresca, técnico electromecánico de Luján de Cuyo, Mendoza, nos muestra un frasco que decora su oficina: en un líquido ambarino, acaso formol, aunque sólo miramos de reojo, se amontonan una yarará, una tarántula, un escorpión, un murciélago, una avispa “matacaballos” y un cucarachón rojo. Muertos, por si pregunta Susana. “Lindo escabeche, ¿no?”, bromea Maresca, que instalaba sistemas de aire acondicionado y que ahora se siente “en la Fórmula 1 para mi especialidad”. “También siento el orgullo malargüino de trabajar con misiones en el espacio”, agrega.
Afuera hay animales más grandes que los que colecciona: liebres, guanacos, zorros, pumas y aves de todo tipo: choiques (ñandúes), caranchos, cóndores, loros barranqueros. Un zorro solía acercarse al límite perimetral de la estación en busca de comida. Los operadores lo tomaron casi como mascota hasta que un día desapareció. Al poco tiempo lo encontraron muerto, probablemente envenenado por algún puestero que mata depredadores –zorros, pumas– para que no maten a su ganado.

Fabricio Cinta, técnico en electrónica con orientación en telecomunicaciones y, según su definición, “vieja gloria futbolística de El Porvenir de San Rafael”, hace una suerte de stand-up a la hora de los postres. Luego, habla de los vecinos de la estación: hombres trashumantes con los que conviven en cooperación y armonía. “Los crianceros hacen queso de cabra, curten cueros, crían y carnean chivitos. Muchos viven sin energía eléctrica, en puestos de barro con cocina a leña. Sólo tienen radio, AM 790, por la que se pasan mensajes. También hay otros con buenas camionetas.” Los viernes, día de parrillada, un criancero les provee la materia prima. “Nos hace elegir un chivito entre los que están pastando y al rato lo tenemos en la parrilla”, dicen los técnicos, sin culpa y sin que reaccione el único vegetariano. La zona para fumar es una especie de terraza vidriada. El vino (Mendoza, recordemos) está prohibido. Y, si no lo estuviera, jamás lo delataríamos.
En la cocina, que es eléctrica, porque la estación no tiene gas, hay un corcho con máximas: “Sin ingenieros la ciencia es sólo filosofía” (la preferida de Pazos); “Hay que intentar ser el mejor, pero nunca creerse el mejor” (Juan Manuel Fangio). Los técnicos trabajan de lunes a viernes de 8 a 17, si no quedan aislados por la creciente de arroyos o por fenómenos climáticos; el resto del tiempo cumplen “guardias pasivas”. Las órdenes suelen llegar desde Alemania a cualquier hora argentina, sobre todo si desde allá detectan alguna complicación. “Es común que hagamos el peligroso camino de la 186 en medio de la noche. Venimos con dos camionetas, por las dudas”, explican sin quejas .

Los operadores reciben capacitación en tecnologías de vanguardia. “La ESA tiene estándares altos. A veces hacemos cursos en Alemania; otras, vienen ellos acá”, nos dice Juan Pablo Galera, ingeniero en electrónica y telecomunicaciones de San Rafael. Otra exigencia es hablar inglés. Todos lo manejan; los más rezagados reciben clases particulares del malargüino Rafael Cara, alias Kato, personaje de El avispón verde. Además de profesor de inglés, Kato es técnico superior en higiene y seguridad, y se encarga de la administración y compras. “Trato de comprar insumos locales, aunque si necesitás un termómetro láser, digamos que se hace difícil.”
Leonardo Olmedo es técnico en electrónica recibido en Hurlingham. Aunque nació en CABA, aclara que no es el típico porteño agrandado, “palangana, como le dicen acá”. Y sigue: “En 2007, con mi mujer decidimos mudarnos a Malargüe, donde habíamos pasado las vacaciones un año antes. Estábamos cansados de la locura de Buenos Aires; veníamos mal del laburo. Yo arreglaba computadoras y manejaba las redes de internet de un colegio. Nuestro proyecto era distribuir internet en Malargüe. Nos vinimos, dejando atrás a las familias. No fue fácil.” Terminó trabajando para la ESA. “A la salida, arreglo computadoras en Malargüe, donde alcancé la paz total. Malargüe es una ciudad de primera... Ponés segunda y te fuiste”, bromea, un tanto aporteñado.

El diez por ciento del tiempo de antena es usado, por convenio, para proyectos científicos nacionales. “La Argentina no tiene hasta el momento misiones Deep Space. La CONAE está desarrollando otros proyectos, como el relevamiento de estrellas usando la antena como un radiotelescopio”, sostiene Pazos. Al margen del trabajo, mucho, no es fácil llenar las horas libres. Casi todos juegan al paddle, que en Malargüe parece tan en auge como en la Buenos Aires de los ‘90. Uno de los fanáticos es Diego Aloi, ingeniero industrial al frente del equipo. Su acento nos suena chileno, aunque lo adquirió en Mendoza capital. Es el italiano. Hasta los 11 años vivió allá, en un pueblito del norte. Hasta que sus padres emigraron a Mendoza. Serio, riguroso, dice que, aunque lleva más de dos décadas acá, no se acostumbra a los chistes con múltiples sentidos, a la impuntualidad y a la cena después de las 8.
Se vienen misiones de la ESA apasionantes, no sólo la de Mercurio. Euclid, en 2021, para mapear la geometría del universo oscuro; Juice, en 2020, que llegará a Júpiter en 2029. Augusto de Nevrezé, el más joven del equipo, de 32 años, ingeniero en electrónica, sueña con eso. Trabajó en el Observatorio Pierre Auger, de Malargüe, en donde se busca el origen de los “rayos cósmicos”. Después viajó al sur, para trabajar en la industria del gas y del petróleo. En 2016 se enteró de que iba a ser padre y volvió a Mendoza y acá está. Junto a su escritorio pegó fotos de astronautas. Tiene aspecto de científico y pasión astronómica: “Soy fanático del espacio. Me siento orgulloso de sumar un granito de arena en esta industria. Todo lo que está más allá del universo visible y palpable es fascinante. Este es mi lugar en el mundo”.

BepiColombo: misión Mercurio
El 19 de octubre se lanzará BepiColombo, misión de la ESA en cooperación con JAXA, Agencia Espacial Japonesa, a Mercurio. El viaje durará más de 7 años: recién a fines de 2025 estará orbitando ese planeta, a temperaturas de 350 grados.“La estación de Malargüe va a estar involucrada en la misión desde el lanzamiento, en Kourou, Guayana Francesa –explica Diego Pazos–.
BepiColombo está formada por dos sondas que orbitarán Mercurio. Para evitar daños por la alta temperatura, el satélite tiene que girar: si orbitara de manera estática, el sol le pegaría de un lado y se reduciría la vida útil o no se podría operar. La motivación es desarrollar tecnología, industria, materiales y, por supuesto, explorar el universo. Mercurio está cerca del Sol y, en cierta forma, se parece a la Tierra. Se estima que explorándolo se podrá explicar parte de la formación de nuestro planeta.”

Fuente. Revista Viva

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