Emmanuel Macron atraviesa una profunda crisis que amenaza el futuro de su gobierno por una rebelión callejera. Aunque anuló el impuesto a los combustibles que había desatado las protestas, los manifestantes no parecen dispuestos a ceder y nadie sabe hasta dónde pueden llegar
Se sabía que, tarde o temprano, el gobierno de Emmanuel Macron iba a enfrentar una fuerte resistencia. Su arriesgado programa de reformas fiscales y laborales tiene perdedores muy claros, que no iban a aceptar pasivos los cambios. Por eso, el enfrentamiento con los sindicatos era inevitable.
Los primeros apuntados fueron los ferroviarios, que tienen un régimen de trabajo privilegiado. Hicieron tres meses de huelga, pero no lograron torcerle el brazo al presidente más joven de la democracia francesa. Ganar esa batalla le hizo pensar que las cosas iban a ser más fáciles de lo que terminaron siendo.
No fueron trabajadores organizados los que le provocaron la primera gran derrota a Macron y hundieron a su gobierno en una crisis que se profundiza cada día más. Fue un grupo inorgánico y heterogéneo, sin referentes claros ni una ideología precisa, que asaltó las calles de París —y de muchas otras ciudades—, desatando un caos que hacía varias décadas que no se veía en la capital francesa.
"Se movilizan a través de las redes sociales, Facebook principalmente. No tienen líderes, ni una dirección definida. Pero allí radica su éxito, porque muchas de esas personas miran con recelo a todos los aparatos y a las instituciones, incluyendo los sindicatos. Su heterogeneidad posibilita que todos lleven su propio reclamo, incluso aunque tenga fundamentos diferentes y hasta contradictorios con los de sus vecinos. Es un límite para el movimiento, pero también una fortaleza", explicó el politólogo Jean-Marie Pernot, investigador del Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales, consultado por Infobae.
El disparador fue la suba de los impuestos a la gasolina y al diésel, una medida aconsejada por los expertos en medio ambiente para desincentivar el consumo de combustibles fósiles. Pero una parte de la clase media baja, que desde hace muchos años enfrenta restricciones por el elevado desempleo y los bajos salarios, lo sintió como una gran injusticia. Sobre todo, por parte de un gobierno que redujo impuestos patrimoniales a los ricos para evitar que se lleven al extranjero sus fortunas.
Más 280 mil personas salieron a protestar el 17 de noviembre, el primer gran día de la marcha. Muchos de ellos tenían puestos los chalecos amarillos que obligatoriamente tienen que llevar los automovilistas. Rápidamente, ese pasó a ser el emblema del movimiento
Con el correr de las semanas, las movilizaciones perdieron concurrencia, pero aumentaron su visibilidad por el estallido de episodios de violencia. El extremo se vivió el pasado sábado. Mientras Macron estaba en Buenos Aires participando de la cumbre del G20, París ardió. Autos y edificios fueron incendiados, se registraron saqueos en tiendas y un grupo de personas vandalizó el Arco del Triunfo.
Los enfrentamientos entre manifestantes y policías se repitieron en distintos puntos de la ciudad, que parecía una zona de guerra. Las autoridades informaron que 263 personas resultaron heridas y 412 fueron arrestadas. Además, desde el 17 de noviembre se produjeron cuatro muertes relacionadas a los incidentes.
Con el correr de las semanas, las movilizaciones perdieron concurrencia, pero aumentaron su visibilidad por el estallido de episodios de violencia. El extremo se vivió el pasado sábado. Mientras Macron estaba en Buenos Aires participando de la cumbre del G20, París ardió. Autos y edificios fueron incendiados, se registraron saqueos en tiendas y un grupo de personas vandalizó el Arco del Triunfo.
Los enfrentamientos entre manifestantes y policías se repitieron en distintos puntos de la ciudad, que parecía una zona de guerra. Las autoridades informaron que 263 personas resultaron heridas y 412 fueron arrestadas. Además, desde el 17 de noviembre se produjeron cuatro muertes relacionadas a los incidentes.
Con el correr de las semanas, las movilizaciones perdieron concurrencia, pero aumentaron su visibilidad por el estallido de episodios de violencia. El extremo se vivió el pasado sábado. Mientras Macron estaba en Buenos Aires participando de la cumbre del G20, París ardió. Autos y edificios fueron incendiados, se registraron saqueos en tiendas y un grupo de personas vandalizó el Arco del Triunfo.
Los enfrentamientos entre manifestantes y policías se repitieron en distintos puntos de la ciudad, que parecía una zona de guerra. Las autoridades informaron que 263 personas resultaron heridas y 412 fueron arrestadas. Además, desde el 17 de noviembre se produjeron cuatro muertes relacionadas a los incidentes.
Pero lo más preocupante para Macron es que, a pesar de haber dado marcho atrás con la suba de impuestos, la crisis está lejos de terminar. Los Gilets Jaunes (chalecos amarillos) no se sienten satisfechos con los anuncios y sienten que llegaron demasiado tarde. Nada fortalece más a un movimiento de protesta que obtener victorias, especialmente cuando se hacen esperar.
"Los franceses no quieren migajas, quieren la baguette entera", dijo días atrás Benjamin Cauchy, uno de los tantos organizadores de las protestas. La Policía teme nuevos incidentes y muchos comercios van a permanecer cerrados.
"Las medidas del gobierno podrían haber tenido efecto al comienzo, pero ahora quedaron por detrás de la magnitud del movimiento. Lo único seguro es que habrá movilizaciones el fin de semana y que nuevos actores se sumarán, como los estudiantes secundarios y los agricultores", dijo a Infobae Danielle Tartakowsky, investigadora del Centro de Historia Social del Siglo XX.
Un movimiento que sintetiza el malestar
"Durante muchos años hubo en Francia intentos sociales o individuales de resistencia al trabajo que parecían no llevar a nada. Pero después de 2010, cuando se produjeron grandes protestas contra la suba de la edad jubilatoria, pensé que probablemente iba a surgir un movimiento social, aunque no sabía cuándo ni de qué manera. El descontento se cristalizó y comenzó alrededor de una demanda muy específica, pero agrupa a muchos descontentos y reclamos relacionados con la desigualdad social y la arrogancia de los ricos", dijo a Infobae Christian Chevandier, profesor de historia contemporánea en la Universidad de Le Havre.
El malestar no es nuevo en Francia. Desde hace tiempo hay en el país grandes porciones de la población que padecen el estancamiento económico, una desocupación crónica cercana al 10% y la ineficiencia de un estado que era demasiado grande y que ahora está en retirada.
"Muchas de esas personas no ven una contraprestación a sus impuestos, lo cual le da una impronta muy antiimpositiva al movimiento —dijo Pernot—. El fenómeno de los trabajadores pobres está creciendo. El Gobierno apunta a los desempleados y dice que la única solución es tener trabajo, cualquiera sea. Pero los chalecos amarillos son individuos con empleo que no pueden vivir dignamente".
Uno de los grandes problemas que enfrentan los franceses es que las reformas necesarias para revitalizar la economía son impopulares y difíciles de implementar en un país con sindicatos y estructuras burocráticas muy fuertes, capaces de bloquear muchas iniciativas. Por eso, a pesar de que los últimos gobiernos coincidieron en la necesidad de hacer cambios en la misma dirección, ninguno pudo avanzar demasiado.
Macron es sin dudas el presidente que asumió con mayor firmeza el mandato de reforma. Así que no sorprende que durante su gobierno se hayan producido las reacciones más fuertes.
"Es un movimiento que no está estructurado —dijo Tartakowsky—. Los llamados a marchar no respetaron la exigencia de registrarse preliminarmente, lo cual creó una dificultad para las fuerzas de seguridad. Al principio la violencia estuvo relacionada a grupos de extrema derecha y a alborotadores, pero muchos jóvenes de los chalecos también se sumaron. Hay una dimensión de ira y hay un elemento nuevo: algunos manifestantes reivindicaron la necesidad de la violencia, algo que es bastante excepcional en la historia de las protestas francesas".
Buena parte de la rabia con Macron no pasa por las políticas que quiere implementar, sino por su estilo y por lo que él mismo representa. Es un miembro de la elite económica y cultural francesa, formado en la exclusiva Escuela Nacional de Administración y con experiencia en el sector financiero. Por más que se esfuerce en explicar que los beneficios impositivos para los sectores de mayor poder adquisitivo pueden tener un impacto positivo sobre la economía, no tiene manera de evitar que lo acusen de ser "el presidente de los ricos".
"Hay tres elementos que convergen. El primero es la soberbia de Macron. Fue pobremente elegido, con una muy alta tasa de abstención, pero se comporta como si fuera el rey de Francia y parece mostrar un gran desprecio por la gente que tiene dificultades para vivir. El segundo es un conjunto de políticas públicas y privadas que volvieron a muchas personas dependientes del auto. Francia es un país disperso, en el que los precios de la tierra forzaron a mucha gente pobre a mudarse fuera de los centros urbanos. Los gastos relacionados al mantenimiento del vehículo crecieron en los últimos años, así que el aumento en la gasolina fue visto como demasiado. El tercero es la contracción de los servicios públicos y de las políticas sociales en general", sostuvo Pernot
Qué sigue para los Gilets Jaunes
La respuesta gubernamental a la crisis fue torpe y errática. Primero se limitó a condenar la violencia. Luego trató de negociar, pero no encontró interlocutores claros. Finalmente, en un hecho inédito desde que está en el poder, revirtió una medida. El primer ministro Édouard Philippe anunció el martes la suspensión por seis meses del aumento.
"El Gobierno responde con retardo a la movilización —dijo Pernot—. Si los anuncios se hacían después de la primera marcha, podrían haber funcionado. Pero hoy seguro que no. Al contrario, anunciar una simple suspensión dio la impresión de que sólo pretendía ganar tiempo y de que se estaba burlando de la gente. Los chalecos amarillos no confían en la política, sienten un odio increíble que se expresa. Es un sentir compartido: las encuestas muestran que el 70% de la población comprende y apoya la protesta, incluso después de la violencia".
Al ver que no alcanzaba para calmar los ánimos, Philippe comunicó que el tributo quedaba anulado y además congeló las tarifas de los servicios públicos. Pero tampoco fue suficiente.
Dos cosas resultan muy llamativas. Una es lo rápido que pasó el gobierno de no ceder en nada a entregar todo después de semanas de mantenerse firme. Otra es la estrategia de Macron: a pesar de la profunda gravedad de la crisis, mantiene un silencio casi absoluto. Sólo respondió una pregunta desde Buenos Aires. "Los culpables de esta violencia no quieren ninguna reforma, sólo quieren el caos", afirmó. Al regresar a Francia, se limitó a recorrer el Arco del Triunfo.
A nadie le llama la atención que su imagen haya caído al mínimo desde que se mudó al Elíseo. Sólo el 23% de las personas lo apoyan, según el último sondeo de Ifop-Fiducial.
Aprovechando la debilidad, los partidos de izquierda acordaron impulsar un voto de confianza en el Parlamento contra Philippe y su gabinete la semana que viene. Difícilmente prospere porque el oficialismo tiene mayoría, pero es una luz de alerta para el gobierno, y le da incentivos a los manifestantes para seguir en la calle.
"Es difícil predecir el futuro cuando uno es historiador, pero puedo decir que algo va a suceder. En el pequeño pueblo del sur de Francia en el que vivo el movimiento es más profundo que la discusión sobre el precio de los combustibles. Hay un resentimiento acumulado durante muchos años que se está expresando. Lo único seguro es que, como se dijo en 1968, nada volverá a ser como antes", concluyó Chevandier.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario