El sexto golpe cívico-militar del siglo XX en la Argentina se consumó el 24 de marzo de 1976. A diferencia de los cinco anteriores, fue el más anunciado y previsible. Con él se inició el más funesto y degradante periodo de nuestra historia. Desde fines de la década de los años ´60 e inicio de los ´70 se generó en nuestro país un terror robespierreano de organizaciones armadas irregulares de distinta orientación (ERP, Montoneros, FAR) y el "terror blanco" de la ilegal represión paraestatal derechista, la Triple A, conducida por el brujo José López Rega, que se descargó sobre propios y ajenos. A las primeras se le atribuyen 684 víctimas y a la segunda, 980; casi todas ocurrieron durante un gobierno democrático (1973/1976).
La asunción militar de funciones de gobierno y el fascismo criollo llegaron al paroxismo para oponerse, según ellos, a una teoría conspirativa del comunismo internacional que lideraba la Tercera Guerra Mundial; pero también para terminar con el peronismo. Un dislate. ¿Se imponía el empleo de las Fuerzas Armadas para acabar con una violencia demencial? Evidentemente, no. Las Fuerzas de Seguridad y la Fuerzas Policiales no habían sido sobrepasadas. No estábamos en prolegómenos ni de la próxima guerra mundial, ni de una guerra civil. Los proclamados objetivos del golpe eran terminar con la llamada subversión —en rigor, exterminarla—, "reordenar la economía y disciplinar a la sociedad".
¿Estaba aniquilada la capacidad de las organizaciones armadas irregulares? No, estaba muy debilitada y reducida su capacidad, pero mantenían aptitud para realizar actos terroristas y atentados indiscriminados, tal como sucedió.
A principios de 1976 los miembros de las organizaciones armadas (principalmente Montoneros y ERP) no sumaban 2.000 hombres con real adiestramiento operativo y limitado armamento. El mayor yerro de estas bandas —además de los crímenes cometidos— fue el delirio de enfrentar militarmente a las Fuerzas Armadas. La situación solo exigía el empeñamiento de la Gendarmería Nacional, Prefectura Naval, Policía Federal y Policías Provinciales (más de 300 mil hombres). Hasta el ex general Genaro Díaz Bessone —mentor del golpe y del terrorismo de Estado— expresó: "El motivo del derrocamiento del gobierno peronista en 1976 no fue la lucha contra la subversión (….) Nada impedía eliminarla bajo un gobierno constitucional (…) La justificación de la toma del poder fue clausurar un ciclo histórico". Por su parte, el teniente general Alejandro Lanusse señaló: "La derrota militar del terrorismo subversivo pudo haberse logrado sin asumir las Fuerzas Armadas las responsabilidades excluyentes de su ejecución". Y agregó: "No puede argüirse la necesidad de un gobierno de facto para lograr éxito en la lucha contra el terrorismo subversivo".
Al decir de Ernesto Sabato: "En los años que precedieron al golpe de Estado de 1976, hubo actos de terrorismo que ninguna comunidad civilizada podría tolerar. Invocando esos hechos (…) representantes de fuerzas demoníacas, desataron un terrorismo infinitamente peor, porque se ejerció con el poderío e impunidad que permite el Estado absoluto, iniciándose una caza de brujas que no solo pagaron los terroristas, sino miles y miles de inocentes".
En 1976 —como había sucedido en 1955, 1962 y 1966— se pretendía volver a una etapa anterior al peronismo, achicando al máximo el Estado en lo económico y agrandándolo también al máximo en autoritarismo. El "mal gobierno" de entonces fue sola una excusa.
La causa principal del golpe fueron las ambiciones de poder de los altos mandos de las Fuerzas Armadas, secundados y estimulados por grupos de presión y sectores del poder económico, que se beneficiaron con el capitalismo prebendario impuesto —sin limitaciones— por el ministro de Economía, José Martínez de Hoz. En esa misma concepción, Arturo Pellet Lastra, refiriéndose a la dictadura, la calificaba de "netamente oligarca, tan vulnerable a las presiones del poder externo como implacable en la represión de la guerrilla".
El plan sistemático, concebido por los altos mandos de la dictadura, era depurar nuestro país mediante una forma extrema de eugenesia, que incluía la eliminación de todos aquellos que los represores consideraban "irrecuperables". Esto incluía a obreros, estudiantes, empleados, docentes, y también políticos, sindicalistas, periodistas, diplomáticos, religiosos y algunos deportistas y militares. En síntesis, una acriollada untermenschen (término empleado por la ideología nazi para referirse a lo que ésta consideraba "personas inferiores"). Los represores obraron siguiendo deleznables procedimientos: desaparición forzada de personas, torturas, violaciones sexuales, ejecuciones clandestinas y extrajudiciales, robo de bebés, privación ilegítima de la libertad y saqueo de propiedades.
Delitos que trascienden lo jurídico y marginan el campo de la ética y de los principios cristianos. Impulsores civiles y mandos militares con dominio del hecho y poder de decisión no asumieron —salvo excepciones— su responsabilidad desligándola en sus subordinados. Se colocaron en una dimensión moral peor que la de las organizaciones irregulares a las que combatieron, porque ellos actuaban —aún en un gobierno de facto— en nombre del Estado y debían resguardar los derechos humanos esenciales: a la vida, a la libertad y a la propiedad de los ciudadanos en lugar de actuar sobre ellos como un ejército de ocupación. Que una cosa es el accionar criminal de grupos irregulares, y otra muy diferente es que el Estado se convierta en criminal.
Lamentablemente, gran parte de la sociedad no advertía que aceptando una dictadura —como el mal menor— estaba coadyuvando al advenimiento de un terrorismo de Estado, de imprevisibles y atroces consecuencias.
**Martín Balza es ex Jefe del Ejército y ex embajador en Colombia y Costa Rica.
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