Manuel
Belgrano (1770 - 1820) **
Nació rico y murió en la pobreza más extrema.
Tanto que, cuentan, el mármol para la lápida que coronaría su tumba se sacó de
una cómoda.
El
derrotero que siguió la vida de Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano,
octavo de dieciséis hermanos de una familia de fortuna, fue exactamente el
inverso al de muchos “próceres” contemporáneos. Al de algunos, incluso, que se
proclaman sus admiradores y que aspiran a dejar inscritos sus nombres en ese
mármol de que el auténtico prócer carecía. Este mes de junio marca dos
aniversarios redondos en su historia: los 250 años de su nacimiento -el pasado
3 de junio-, y los 200 de su muerte, el próximo 20.
Las clasificaciones y simplificaciones a las que
los argentinos somos tan adeptos arrinconaron a Belgrano en ese rol, opacando
otras facetas y aportes significativos de quien repetía “mucho me falta para
ser un verdadero Padre de la Patria, me contentaría con ser un buen hijo de
ella”. Economista, diplomático, político, periodista, abogado y hasta militar
no por vocación sino por imperio de las circunstancias, la educación es uno de
los campos en que se adelantó a su tiempo: la primera ley que promovía la
educación laica, gratuita y obligatoria (Ley 1420) se promulgó en 1884.
Antes
de que despuntara el siglo XIX, él ya enarbolaba esos principios, y hacía
extensivos esos derechos a las mujeres. Y a la fundación de cuatro escuelas
donó los cuarenta mil pesos con que la Asamblea del año XIII quiso recompensar
el triunfo en la batalla de Salta: “Fundar escuelas es sembrar en las almas” y “Un pueblo culto
nunca puede ser esclavizado”, decía.
La
agricultura, el comercio (“Este país, que al parecer no reflexiona ni tiene
conocimientos económicos, será sin comercio un país desgraciado, esterilizada
su feracidad y holgando su industria”), el cuidado del medio ambiente, el
endeudamiento externo, el flagelo de la corrupción (“Nunca
han podido existir los Estados luego de que la corrupción ha llegado”),
la necesidad de justicia (“El modo de contener
los delitos y fomentar las virtudes es castigar al delincuente y proteger al
inocente”), la condena a su desigual aplicación (“Que no se oiga
ya que los ricos devoran a los pobres, y que la justicia es sólo para
aquéllos”,“ parece que la injusticia tiene en nosotros
más abrigo que la justicia”).
La
defensa de la libertad (“La vida es nada
si la libertad se pierde”), la búsqueda de la unión por encima de cualquier
grieta, aunque no se la llamara así por entonces (“Todas las dificultades se
vencerían rápidamente si hubiera un poco de interés por la patria”; “mis
intenciones no son otras que el evitar la efusión de sangre entre hermanos”).
“Es preciso contener la venganza y pedir a
Dios que la destierre, porque de no ser así, esto es de nunca acabar y jamás
veremos la tranquilidad”.
El
20 de junio de 1820, en su lecho de muerte, sus últimas palabras fueron “Ay, patria mía”. Dos
siglos después podría decir lo mismo.
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Silvia Fesquet
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