El asalto de la prisión parisina de la Bastilla es percibido como el origen de un movimiento que provocó la derrota del modelo de monarquía absolutista: la Revolución Francesa.
La de 1789 es, sin duda, una fecha que modificó el curso de la historia. La toma de la Bastilla, el 14 de julio de ese mismo año, se ha considerado tradicionalmente el inicio de la Revolución Francesa y, como tal, el punto de inflexión entre un mundo que agonizaba, el del Antiguo Régimen, y una nueva sociedad más libre e igualitaria.
Se trató de una circunstancia histórica excepcional, que quedó bien definida en un dibujo satírico de la época. En este, un burgués rompía las cadenas que le ataban y tomaba las armas ante el gesto horrorizado de un sacerdote y un aristócrata. Por si la imagen no fuera suficientemente expresiva, se acompañaba de un epígrafe aún más explícito: "El despertar del Tercer Estado".
En la Revolución Francesa fue crucial la toma de conciencia de un grupo social, la burguesía, en torno a su capacidad para convertirse en motor de la sociedad de su tiempo. Frente a su extraordinaria pujanza, los estamentos tradicionalmente privilegiados, el clero y la aristocracia, no tuvieron ninguna posibilidad de reconducir los acontecimientos, y a la monarquía, anclada en su inmovilismo, asistió atónito a su propio fin.
Los sucesos parisinos del 14 de julio de 1789 no fueron, pues, un hecho espontáneo ni obedecieron a una circunstancia puntual. Por el contrario, en ellos confluyeron una serie de causas internas y externas a la Corona francesa que tomaron cuerpo en las calles parisinas y las erigieron en símbolo de una nueva era: la que reconoció abiertamente la igualdad, la fraternidad y la justicia para todos los ciudadanos.
En enero de 1789, el abate Emmanuel Sieyès escribió un libelo que obtuvo rápidamente una enorme difusión para la época: Qu'est-ce que le Tiers État? En él se leía: "¿Qué es el Tercer Estado? Todo. ¿Qué ha sido hasta ahora? Nada". Era un toque de atención a la opinión pública y, sobre todo, a los estamentos privilegiados sobre el papel que reclamaba la burguesía en el seno de la sociedad francesa.
Apenas cinco años antes, el dramaturgo Beaumarchais había fustigado a la aristocracia en Las bodas de Fígaro, cuando el lacayo protagonista insistía en decir que "los nobles no se tomaban más trabajo que el de nacer". No eran dos voces solitarias. Respondían al pensamiento de una burguesía económicamente fuerte que había bebido intelectualmente de fuentes como Diderot, Voltaire y Rousseau, y que reclamaba un papel en la gestión pública del Estado.
Paradójicamente, la Corona francesa había apoyado a las colonias norteamericanas recién independizadas de Gran Bretaña.
A ello había contribuido en buena medida el ejemplo de las colonias norteamericanas recién independizadas de Gran Bretaña, a las que, paradójicamente, había apoyado la Corona francesa, deseosa de contrarrestar el poder de la isla vecina. Las colonias británicas habían culminado su pretensión de autonomía de la metrópoli gracias a la decidida voluntad de su burguesía.
Es probable que el proceso de aniquilación del Antiguo Régimen, de haberse movido exclusivamente en el ámbito ideológico, hubiera precisado de un ritmo mucho más extendido en el tiempo y sosegado en la forma. En 1789, Francia contaba con 26 millones de habitantes, buenos recursos naturales y una cierta hegemonía política reforzada por el triunfo alcanzado en América al apoyar a los insurgentes contra Inglaterra.
Sin embargo, la inversión en aquella guerra había originado un gravísimo problema financiero cuya carga soportaban los estamentos no privilegiados, o lo que es lo mismo, la burguesía y el pueblo llano. A esto se unió un largo período de malas cosechas, que desembocó en un alza desbocada.
La toma de la Bastilla
La apertura oficial de los Estados Generales se celebró el 5 de mayo de 1789 en el pabellón des Menus Plaisirs, en el recinto ajardinado de Versalles. La sesión fue presidida por los reyes, y el propio Luis XVI inició los parlamentos con un breve discurso que, para desencanto de los asistentes, no aludió en ningún momento a las tan esperadas modificaciones fiscales.
Algo similar sucedió cuando Jacques Necker, de nuevo ministro, tomó la palabra, porque anunció unas reformas que no parecieron contentar a nadie. Sin embargo, la calma reinó en la sala hasta el momento en que los diputados del Tercer Estado solicitaron llevar a cabo las deliberaciones –y la subsiguiente votación– en conjunto, y no por estamentos, tal como indicaba la tradición.
Contra la suma de los votos de los dos órdenes privilegiados, la única posibilidad para el Tercer Estado era lograr que prevaleciera su superioridad en número de diputados. A lo largo de mayo y de los primeros días de junio, la burguesía demandó inútilmente la unidad de la Cámara. Tanto el rey como los nobles consideraban poco menos que un sacrilegio discutir los asuntos de Estado en una única cámara, así que la burguesía solo consiguió que algunos –escasos– miembros del clero se añadieran a su grupo.
Por fin, agotada su paciencia, el 17 de junio los representantes del Tercer Estado se erigieron en Asamblea Nacional con el propósito de legislar incluso en materia financiera. La reacción del monarca no se hizo esperar. Presionado por los privilegiados, mandó clausurar la sala des Menus Plaisirs. Los parlamentarios del Tercer Estado optaron por recluirse en el pabellón parisino del Jeu de Paume (el Juego de Pelota), donde se comprometieron a no disolver la Asamblea sin haber otorgado una constitución al pueblo francés.
Cuando la Asamblea Nacional se concedió a sí misma el calificativo de Constituyente, Luis XVI contempló el fin de la monarquía absoluta.
Tras el célebre juramento que inmortalizó el pincel de Jacques-Louis David, los asamblearios continuaron la sesión. Luis XVI decidió adelantarse a las conclusiones que pudieran alcanzarse en el Jeu de Paume y anunció una serie de tímidas reformas mientras insistía en prohibir la reunión conjunta de los tres órdenes. Pero tales medidas eran insuficientes para el Tercer Estado.
Ante la firmeza de los representantes de la burguesía, Luis XVI no tuvo más remedio que capitular. El 9 de julio, cuando la Asamblea Nacional se concedió a sí misma el calificativo de Constituyente, contempló, impotente, el fin de la monarquía absoluta.
El estallido de la crisis
Paralelamente al trabajo de los diputados constituyentes, la intranquilidad crecía en las calles de París. Llegó a tales extremos que el rey, cediendo a las presiones de su entorno, concentró en la capital a un elevado contingente de tropas, al tiempo que destituía a Necker y a otros ministros liberales. Tales disposiciones no hicieron sino agravar la crisis.
Los bulos se multiplicaron: se rumoreaba que los aristócratas incautaban los suministros, envenenaban el agua y pagaban a bandidos y asesinos; que en breve el pueblo de París moriría de hambre. Como respuesta, el 13 de julio el pillaje se había extendido por la ciudad. Una multitud exacerbada se dirigió a la Maison Saint-Lazare, donde se hallaban reos culpables de delitos de deudas, asaltó la prisión y excarceló a sus internos.
Con el fin de controlar a las masas, desde el ayuntamiento el Tercer Estado decidió crear una milicia popular urbana. Solo había un problema: faltaba armamento. Para solucionarlo, el 14 de julio, a primera hora de la mañana, se asaltaron varios arsenales, entre ellos el del hospital militar de los Inválidos, y se incautaron 32.000 fusiles y una veintena de cañones. De regreso hacia el ayuntamiento, al pasar cerca de la Bastilla, la prisión pareció a los manifestantes el símbolo de la arbitrariedad real.
De Launay, gobernador del centro, intentó contenerlos con ayuda de la guardia. Sonaron los primeros disparos y, poco después, los cañonazos. Tras cuatro horas de combate, la fortaleza se rindió a condición de salvar la vida. Fue inútil. Las cabezas de De Launay y de algunos oficiales de la guardia fueron paseadas en picas y expuestas en el ayuntamiento.
Lo que podía haber sido un simple acontecimiento en el curso del movimiento revolucionario se consagró como el emblema de la victoria del pueblo contra los tiranos.
La Bastilla había sido tomada, y lo que podía haber sido un acontecimiento más en el curso del movimiento revolucionario se consagró ante sus contemporáneos y ante la historia como el emblema de la victoria del pueblo contra los tiranos.
Mientras tanto, en Versalles, Luis consignaba en su diario: "Martes, 14 de julio. Nada". La anécdota es célebre. Lo habitual ha sido interpretarla como muestra de la indiferencia del monarca ante lo que acontecía en París. Hay entre los expertos actuales quien duda de la validez de esta lectura. Según estas voces, se trataba de un cuaderno destinado a registrar los pequeños hechos de orden privado, como banquetes, cacerías o espectáculos, y ese "nada" tendría todo su sentido en esos términos
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